Tzvetan Todorov (Los enemigos íntimos de la democracia)

No creo que sea posible (ni por lo demás deseable) un cambio radical, ni que una revolución pudiera resolver todos los problemas. Los actuales cambios de la democracia no son efecto ni de un complot ni de una intención malvada, y por eso son difíciles de frenar. Son consecuencia de la evolución de la mentalidad, que a su vez tiene que ver con una serie de cambios múltiples, anónimos y subterráneos, que van desde la tecnología a la demografía, pasando por la geopolítica. El asceso del individuo, la adquisición de autonomía por parte de la economía y el mercantilismo de la sociedad no pueden derogarse mediante un decreto de la Asamblea nacional no volviendo a tomar la Bastilla. La experiencia de los regímenes totalitarios está ahí para recordarnos que si pasamos por alto estas grandes lineas de fuerza históricas, nos encaminamos inevitablemente hacia la catástrofe. Tampoco creo que la salvación resida en una innovación tecnológica cualquiera que nos facilite la vida a todos. La técnica ha avanzado excepcionalmente en el siglo que acaba de concluir y ha permitido dominar cada vez mejor la materia, pero esos avances tienen una consecuencia sorprendente: la conciencia de que ninguna técnica podrá jamás satisfacer todas nuestras expectativas. No basta con mejorar indefinidamente los instrumentos. Debemos además preguntarnos por los objetivos que queremos alcanzar. ¿En qué mundo queremos vivir? ¿Qué vida queremos llevar?
No creo pues en ninguna solución radical. Esta reticencia lleva a veces a la resignación, al cinismo o a lo que algunos llaman nihilismo, la convicción de que todos los actos humanos son vanos y que el mundo avanza hacia su perdición, pero no es mi caso. Si me interrogo por el origen de esta disposición mental en el fondo positiva, lo encuentro, dejando al margen mi posible ingenuidad, en el comportamiento cotidiano de las personas que me rodean. No faltan actos egoístas, autoritarios y malintencionados, pero veo también en estos individuos amor y dedicación a los demás, cercanos o lejanos, pasión por el conocimiento y la verdad, y la necesidad de crear sentido y belleza a su alrededor. Estos impulsos no tienen que ver exclusivamente con la vida privada, sino que proceden de rasgos antropológicos inherentes a nuestra especie, se encuentran en algunas instituciones y en algunos proyectos sociales, y gracias a ellos todo habitante del país puede beneficiarse de la acción de la justicia, de su sistema sanitario, de educación y de servicios sociales.
No sé cómo la energía de la que dan muestras estos comportamientos podrá influir en las grandes tendencias de la vida política actual, pero no consigo imaginar que se quede sin consecuencias para siempre.

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