Tzvetan Todorov (Los abusos de la memoria)

En primer lugar, hay que señalar que la representación del pasado es constitutiva no sólo de la identidad individual -la persona está hecha de sus propias imágenes acerca de sí misma-, sino también de la identidad colectiva. Ahora bien, guste o no, la mayoría de los seres humanos experimentan la necesidad de sentir su pertenencia a un grupo: así es como encuentran el medio más inmediato de obtener el reconocimiento de su existencia, indispensable para todos y cada uno. Yo soy católico, o de Berry, o campesino, o comunista: soy alguien, no corro el riesgo de ser engullido por la nada.

Incluso si no somos particularmente perspicaces, no podemos no darnos cuenta de que el mundo contemporáneo evoluciona hacia una mayor homogeneidad y uniformidad, y que esta evolución perjudica a las identidades y pertenencias tradicionales. Homogeneización en el interior de nuestras sociedades debida, en primer lugar, a un aumento de la clase media, a la necesaria movilidad social y geográfica de sus miembros, y a la extinción de la guerra civil ideológica (los <<excluidos>> por su parte, no desean reivindicar su nueva identidad). Pero también uniformidad entre sociedades, a consecuencia de la circulación internacional acelerada de las informaciones, de los bienes de consumo cultural (emisiones de radio y televisión) y de las personas. La combinación de las dos condiciones -necesidad de una identidad colectiva, destrucción de identidades tradicionales- es responsable, en parte, del nuevo culto a la memoria: al constituir un pasado común, podemos beneficiarnos del reconocimiento debido al grupo. El recurso del pasado es especialmente útil cuando las pertenencias son reivindicadas por primera vez: <<yo me declaro de raza negra, del género femenino, de la comunidad de homosexual, siendo por tanto preciso que yo sepa quiénes son>>. Las nuevas reivindicaciones serán tanto más vehementes cuanto más se sienta que van a contracorriente.

Otra razón para preocuparme por el pasado es que ello nos permite desentendernos del presente, procurándonos además los beneficios de la buena conciencia. Recordar ahora con minuciosidad los sufrimientos pasados, nos hace quizá vigilantes en relación con Hitler o Petain, pero además nos permite ignorar las amenazas -ya que éstas no cuentan con los mismos actores ni toman las mismas formas-. Denunciar las debilidades de un hombre de Vichy me hace aparecer como un bravo combatiente por la memoria y por la justicia, sin exponerme a peligro alguno ni obligarme a a sumir mis eventuales responsabilidades fente a las miserias actuales. Conmemorar a las víctimas del pasado es gratificador, mientras que resulta incómodo ocuparse de las de hoy en día: <<A falta de emprender una acción real contra el "fascismo" actual, sea real o fantasmagórico, el ataque se dirige resueltamente contra el fascismo de ayer>>. Esta exoneración de las preocupaciones actuales mediante la memoria del pasado puede ir más lejos incluso: como escribe Rezvani en una de sus novelas, <<la memoria de nuestros duelos nos impide prestar atención a los sufrimientos de los demás, justificando nuestros actos de ahora en nombre de los pasados sufrimientos>>. Los serbios, en Croacia y en Bosnia, recuerdan de muy buen grado las injusticias de las que fueron víctimas sus antepasados, porque ese recuerdo les permite olvidar -eso esperan- las agresiones por las que se convierten ahora en culpables; y no son los únicos en actuar de ese modo.

Una última razón para el nuevo culto a la memoria sería que sus practicantes se aseguran así algunos privilegios en el seno de la sociedad. Un antiguo combatiente, un antiguo miembro de la Resistencia, un antiguo héroe no desea que su pasado heroísmo sea ignorado, algo muy normal después de todo. Lo que es más sorprendente, al menos a primera vista, es la necesidad experimentada por otros individuos o grupos de reconocerse en el papel de víctimas pasadas, y de querer asumirlo en el presente. ¿Qué podría parecer agradable en el hecho de ser víctima? Nada, en realidad. Pero si nadie quiere ser una víctima, todos, en cambio, quieren haberlo sido, sin serlo más; aspiran al estatuto de víctima. La vida privada conoce bien ese guión: un miembro de la familia hace suyo el papel de víctima porque, en consecuencia, puede atribuir a quines le rodean, el papel muchos menos envidiable de culpables. Haber sido víctima da derecho a quejarse, a protestar y a pedir; excepto si queda roto cualquier vínculo, los demás se sienten obligados a satisfacer nuestras peticiones. Es más ventajoso seguir en el papel de víctima que recibir una reparación por el daño sufrido (suponiendo que el daño sea real): en lugar de una satisfacción puntual, conservamos un privilegio permanente, asegurándonos la atención y, por tanto, el reconocimiento de los demás.

Algo cierto en el caso de los individuos y más aún en el de los grupos. Si se consigue establecer de manera convincente que un grupo fue víctima de la injusticia en el pasado, esto le abre en el presente una línea de crédito inagotable [...]

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