Rüdiger Safranski (¿Cuánta verdad necesita el hombre?) Contra las grandes verdades

La metafísica totalitaria pretende adaptar la realidad a sus terribles y maniqueas imágenes. Cualquier posición a esa adaptación no brinda la ocasión de la duda -en la metafísica totalitaria no caben refutaciones-, se vuelve más bien motivo de enconada enemistad: ha de ser destruido para que el verdadero acontecer histórico pueda seguir su curso sin que lo molesten. No fue pues una paranoia individual, sino un corolario de la metafísica totalitaria, el hecho de que Hitler, durante sus últimos días en el búnker bajo la cancillería, expresara el convencimiento de que el pueblo alemán, al no demostrar su valía, merecía parecer.
La metafísica totalitaria no se limita a interpretar el mundo con ayuda del esquema maniqueo amigo/enemigo; dicho esquema se aplica también a la posición que pueda adoptarse ante ella como teoría: o te conviertes a la causa, o eres su enemigo.
La metafísica totalitaria también se arroga la capacidad de explicar por qué determinadas personas no pueden creer en ella: su juicio está ofuscado por motivos raciales o de pertenencia a una clase social. Desde el fascismo biologista el remedio pasa por la <<higiene racial>> o por la destrucción física de <<la otra especie>>. El pensamiento estalinista conoce en cambio el medio para lograr la reeducación política y de clase: el pequeñoburgués puede llegar a alcanzar el punto de vista del proletariado. Si bien, en el estalinismo también hay una predisposición al exterminio físico. Valga como ejemplo el caso de los jemeres rojos en Camboya, que ejecutaron a hombres estigmatizados como <<intelectuales burgueses>> por llevar gafas y no tener callos en las manos.
La metafísica totalitaria atrapa a sus adeptos en las imágenes del mundo que despliega. No sólo pretende captar el todo, también pretende captar a todos los hombres. 
La metafísica totalitaria promete al hombre una totalidad compacta e indisoluble. Le otorga la seguridad de una fortaleza, sin vanos ni aspilleras, erigida por miedo al campo abierto de la vida, al riesgo de la libertad humana, que siempre conlleva inseguridad, soledad, distanciamiento.
Tomando como ejemplo al antisemita, Sartre describió como sigue el prototipo de metafísico totalitario:

Es un hombre que tiene miedo. No de los judíos, [sino] de sí mismo, de su libre voluntad, de sus instintos, de su responsabilidad, de la soledad y de cada cambio, del mundo y del hombre [...]. El antisemita quiere ser un peñasco inmovible, un arroyo fluente, un rayo devastador; cualquier cosa excepto un hombre.

La metafísica totalitaria constituye la perversión de un pensamiento universalista: ayuda al hombre a desembarazarse de su precaria unicidad y pone a su disposición imágenes y representaciones en las que pueda sentirse parte integrante de un todo, en reñida oposición a aquellos que no pertenecen a éste. El significado de esta oposición es evidente: el sentimiento de la propia totalidad, bien observado, no es más que el resultado del retroceso del ataque dirigido a los otros, a lo ajeno.
El metafísico totalitario tiene que destruir la morada ajena para poder sentirse como en casa. La vida en libertad supone para él una exigencia que no puede afrontar. Busca cobijo en la seguridad frente a lo abierto y lo extraño. Aunque la estrategia que emplea pata volver al hogar pasa por reducir a cenizas la tierra. Su verdad consiste en la destrucción tanto del propio ser-otro como del ser de otro.  Büchner proclama en su Dantón: 

Cuando nos crearon hubo un error, algo se nos amputó, no se me ocurre cómo podemos llamarlo, y tampoco vamos a arrancárselo al vecino de las entrañas, ¿a qué andarse reventando cuerpos?

El metafísico totalitario sólo puede sentirse pleno si destruye en los otros aquello que pueda recordarle que algo le falta, que su vida nunca podrá ser algo completo, que una parte de ella siempre está lejos, en lo extraño.

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<<Cada cual constituye en sí la humanidad>>, afirmaba Schiller. Tenía razón: las grandes verdades deben ser personificadas. La política es la negociación del restablecimiento de la paz en el campo de batalla de las verdades, restablecimiento que no puede ser guiado por ninguna verdad transcendente salvo por aquellas que garantice unas condiciones de vida dignas para el hombre. Su contribución capital ha de ser la vigilancia del respeto a las reglas del juego que permiten a cada uno descubrir o incluso inventar su verdad vital. La verdad elemental de la política debería consistir precisamente en esas reglas.
Deberíamos ser tan libre como para poder vivir simultáneamente en dos mundos y poder dar validez a dos ámbitos de verdad separados.
El primer ámbito es, llamémoslo así para simplificar, el cultural. En él se inscriben las invenciones y creaciones individuales así como las interpretaciones del mundo y los grandes proyectos cósmicos; resumiendo: todo aquello que tenga que ver con dar sentido a una existencia carente de él. Dicho ámbito es tan fantasioso, creativo, metafísico, experimental, entusiástico y abismal como siempre ha sido. No ha de someterse a consenso ni ser útil para la sociedad, no siquiera tiene que estar al servicio de la vida. Puede incluso consistir en el deseo de muerte. Todo vale. Si bien, si no se quiere acabar siendo víctima de las propias entelequias, tendrá que mediar la ironía y el distanciamiento, es decir, la libertad.
El otro ámbito de verdad incorpora el reconocimiento de la insuperable alteridad del otro y el respeto por su libertad, por lo que puede denominarse político. Este ámbito de verdad ha de someterse al consenso, debe ser razonable, objetivo, prosaico, pragmático y ha de estar al servicio de la sociedad y de la vida.
El ámbito de verdad cultural puede llegar a ser transcendente, el político está obligado a ser transcendental.
La cultura puede lanzarse en busca de los trágico, del sufrimiento más intenso; la política debe, por contra, partir del principio de eliminación o atenuación del dolor. En la cultura a menudo entra en escena el deseo de violencia; en política debe ser evacuada; la cultura no aspira a la paz sino a la pasión, por el contrario, para la política de la paz es un deber; la cultura anhela amor y salvación, la política se preocupa, en cambio, por la justicia y el bienestar.
Necesitamos las verdades intrépidas de la cultura a la par que las frías y útiles verdades de la política. De no mantener separadas ambas esferas corremos el peligro de padecer una política intrépida o una cultura insípida o, en el peor de los casos, ambas.
Ambas verdades, la cultural y la política, deben permanecer separadas, más no bajo la forma de la división del trabajo. Cada uno debería ser capaz de mantener esa separación, de manejarse en dos ámbitos de verdad. Vivir en dos mundos con distintos ámbitos de verdad; sentir la intensidad de la vida sin renunciar a la arriesgada empresa de vivir en sociedad. En eso consistiría saber vivir.

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