Jon Bilbao (Shakespeare y la ballena blanca)

El capitán habría perdido una de sus extremidades, una pierna. La ballena se la habría desgajado a la altura de la rodilla o, mejor, más arriba, sin concretar a qué altura, para que el público se preguntara hasta dónde llegaba la amputación y si se limitaba sólo a la pierna. Esto le obligaría a apoyarse en una muleta, lo que haría aún más manifiesta su tara y sería causa de un repiqueteo ominoso cuando se desplazara por el escenario.

La ballena le arrancó la pierna y, alzando la inmensa cabeza, la engulló sin masticarla. La extremidad giraría en los remolinos del estómago, dando patadas a la bestia, como el niño no nacido hace con su madre. Las revoluciones trazadas por la pierna irían volviéndose más lentas y torpes a medida que se fuera cubriendo de mucosidad gástrica, hasta que quedara adherida a la pared del estómago, donde permanecería para siempre, como un relieve erosionado en el retablo de piedra de una catedral.

Sobre el papel, la imagen del capitán cojo sería magnífica, pero la puesta en escena presentaría dificultades. La ausencia de la pierna se podría simular atándole al actor un tobillo a la parte del cinturón, de forma que la pantorrilla le quedara pegada al muslo, pero sería un efecto evidente. Habría que cuidar el vestuario para disimular el engaño, y el actor debería saber transmitir la molestia, y la vergüenza, que al capitán le producía moverse con la muleta.

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Shakespeare nunca olvidaría el estreno de Hamlet. Había reservado para sí el papel del espectro de su padre, que aparecería en la primera escena. Para que su entrada fuera más impactante, Shakespeare, con el rostro y el pelo blanqueados con harina, se había escondido en el infierno. Acurrucado allí a la espera de que empezara la obra, mareado por el olor a cerveza rancia, veía por los huecos entre las tablas cómo el público iba llenando El Globo.

Un momento antes del toque de clarín que señalaba el comienzo de la obra, un patán de dientes amarillos y ropas andrajosas se abrió paso a codazos hasta la primera fila, justo enfrente de donde él estaba. Lo acompañaba una fulana que, sin perder tiempo, se arrodilló ante él, le bajó las calzas y se metió su polla, de considerables dimensiones, en la boca. La función comenzó por fin. Bernardo y Francisco, dos centinelas, recorrían las murallas de Elsinore y comentaban lo fría y en calma que estaba la noche. Su unían a ellos Horacio, amigo del príncipe Hamlet, y un soldado, y hablaban del fantasma que había aparecido sobre las murallas las noches anteriores.

El patán presenciaba la obra con las piernas separadas y una mano sobre la cabeza de la fulana para marcarle el ritmo. Ella chupaba y lamía ladeando la cabeza para ver de reojo lo que pasaba en el escenario. El su otra mano, el patán llevaba un gato muerto. Lo balanceaba sosteniéndolo por la cola, listo para lanzarlo en cuanto, de acuerdo a su estricto criterio, decayera el interés de la obra o la interpretación de los actores.

La visión aturdió a Shakespeare y le hizo entrar con retraso en escena. Aquel patán era uno de los motivos por lo que no olvidaría la primera representación de Hamlet, y también uno de los motivos por los que, a pesar de las abundantes dificultades con que estaba topando, se mantenía firme en su intención de escribir una obra sobre una ballena blanca. Aquel patán era un perfecto representante del público para el que trabajaba; un público integrado en su mayor parte por zafios e iletrados, hacia los que Shakespeare sentía un desprecio cordial.

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