Albert Camus (Ni víctimas ni verdugos)

El mundo que nos rodea es desdichado y se nos pide hacer algo para cambiarlo. ¿Pero cuál es esa desdicha? A primera vista, se define fácilmente: se ha matado mucho en el mundo en estos últimos años y algunos prevén que todavía se seguirá matando. Un número tan elevado de muertos termina por enrarecer la atmósfera. Naturalmente esto no es nuevo. La historia oficial fue siempre la historia de los grandes crímenes. Y no es que Caín mata a Abel. Pero es de hoy Caín mata a Abel y reclama después la legión de Honor. Daré un ejemplo para que se me entienda mejor.

Durante las grandes huelgas de 1947, los diarios anunciaron que el verdugo de París abandonaría también su trabajo. No se ha reparado lo suficiente en mi opinión, en la decisión de nuestro compatriota. Sus reivindicaciones eran claras. Pedía naturalmente una prima por cada ejecución, lo que está en las normas de toda empresa. Pero, sobre todo, reclamaba con fuerza el rango de director de administración. quería, en efecto, recibir del Estado, al que tenía conciencia de servir eficientemente, la única consagración, el único honor tangible que una nación moderna puede ofrecer a sus buenos servidores, es decir, un estatuto administrativo. Así se apagaba, bajo el peso de la historia, una de nuestras últimas profesiones liberales. Pues es, efectivamente, bajo el peso de la historia. En los tiempos bárbaros, una aureola terrible mantenía alejado del mundo al verdugo. Era el que, atentaba contra el misterio de la vida y de la carne. Era, y lo sabía, objeto de horror. Y ese horror consagraba al tiempo el precio de la vida humana. Hoy es solo objeto de pudor. Y, en esas condiciones, encuentra que tiene razón al no querer ser más el pariente pobre al que se esconde en la cocina porque no tiene las uñas limpias. En una civilización en la que el homicidio y la violencia son ya doctrinas y están a punto de convertirse en instituciones, los verdugos tienen todo el derecho de ingresar en los cuadros administrativos. A decir verdad, nosotros los franceses estamos un poco atrasados. Un poco en todas partes del mundo, los verdugos ya están instalados en los sillones ministeriales. Reemplazaron tan solo el hacha por el sello.

Cuando la muerte se convierte en objeto administrativo y de estadística es que, las cosas del mundo van mal. Pero si la muerte se hace abstracta es que la vida también lo es. Y la vida de cada uno no puede ser sino abstracta a partir del momento en que a uno se le ocurre someterla a una ideología. Desgraciadamente estamos en la época de las ideologías, y de las ideologías totalitarias, es decir, muy seguras de sí mismas, de su razón imbécil o de su mezquina verdad, como para supeditar la salvación del mundo solo a su propia admiración. Y querer dominar a alguien o a algo es desear la esterilidad, el silencio o la muerte de ese alguien.

Alcanza, para constatarlo, con miras en derredor nuestro. No hay vida sin diálogo. Y en la mayor parte del mundo, el diálogo es reemplazado hoy por la polémica. El siglo XX es el siglo de la polémica y del insulto. La polémica ocupa, entre las naciones y los individuos, e incluso a nivel de las disciplinas antaño desinteresadas, el lugar que ocupaba tradicionalmente el diálogo reflexivo. Miles de voces, día y noche, cada una por su lado tras un monólogo tumultuoso vierte sobre los pueblos un torrente de palabras mistificadoras, ataques, defensa, exaltaciones.

¿Pero cuál es el mecanismo de la polémica? Consiste en considerar al adversario com enemigo, en simplificarlo, en consecuencia, y en negarse a verlo. Al que insulto, no le conozco más el color de sus ojos, ni si sonríe y de qué manera. Convertidos en casi ciegos gracias a la polémica, no vivimos más entre hombres, sino en un mundo de siluetas. 

No hay vida sin persuasión. Y el mundo de hoy solo conoce la intimidación. Los hombres viven y solamente pueden vivir, con la idea de que tienen algo en común, en lo que pueden siempre reencontrarse. Pero nosotros hemos descubierto esto: hay hombres a los que no se persuade.

Era y es imposible a una víctima de los campos de concentración explicar a quienes lo degradan que no deben hacerlo. Es que estos últimos ya no representan al hombre, sino a una idea, llevada a la altura de la más inflexible de las voluntades. El que quiere dominar es sordo.

Frente a él hay que pelear o morir. Es por eso que los hombres de hoy viven en el terror. En el Libro de los muertos se lee que el egipcio justo, para merecer el perdón, debía poder decir: "no he causado la muerte a nadie". En esas condiciones, buscaremos en vano a nuestros grandes contemporáneos, el día del juicio final, en la fila de los bienaventurados.

Cómo extrañarse que esas siluetas, sordas y ciegas, aterrorizadas, alimentadas de tickets, y cuya vida entera se resume en una ficha policial, puedan ser después tratadas como abstracciones anónimas. Es interesante constar que los regímenes surgidos de esas ideologías son, precisamente, los que, por sistema, proceden al desarraigo de las poblaciones paseándolas a la vista de Europa, como símbolos exangües que solo cobran vida irrisoria en las cifras de las estadísticas. Desde que esas dichosas filosofías entraron en la historia, multitud de hombres, cada uno de los cuales, no obstante, tenía antaño una manera de estrechar la mano, están definitivamente sepultados bajo las dos iniciales de las personas desplazadas, que un mundo muy lógico inventó para ellas.

Sí, todo es lógico. Cuando se quiere unificar el mundo entero en nombre de una teoría, no hay más camino que hacer este mundo tan descarnado, ciego y sordo como la teoría misma.

No hay más camino que cortar las raíces que fijan al hombre a la vida y a la naturaleza. Y no es por casualidad que no se encuentren paisajes en la literatura europea desde Dostoievki. No es por casualidad que los libros más significativos de hoy, en lugar de interesarse en los matices del corazón y en las verdades del amor, solo se apasionan por los jueces, los procesos y la mecánica de las acusaciones. Tampoco es casual que en lugar de abrir la ventana a la belleza del mundo, se cierre cuidadosamente sobre la angustia de los solitarios.  No es por casualidad que el filósofo que inspira hoy todo pensamiento europeo es el mismo que escribió que únicamente la ciudad moderna le permite al espíritu tomar conciencia de sí mismo y que llegó a decir que la naturaleza abstracta y que solo la razón correcta. Es, en efecto, el punto de vista de Hegel y es el punto de partida de una inmensa aventura de la inteligencia, la que termina por matar todo. Es el gran espectáculo de la naturaleza, esos espíritus ebrios solo se ven a sí mismos. Es la ceguera definitiva.

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