Kingsley Amis (Sobrebeber)

Los antropólogos nos aseguran que donde hay un hombre, se habla. Pese a los amantes de los chimpancés, el único animal capaz de reír es el hombre. Y aunque es posible que alguna tribu no descubierta de la selva brasileña aparezca un día de éstos y constituya la excepción a la regla, todas las sociedades actuales utilizan el alcohol, como hicieron la mayoría en el pasado. No negaré que compartimos otros importantes placeres con el sector más bruto de la creación, pero debe afirmar el hecho básico de que la conversación, la risa y la bebida están conectadas de un modo especialmente íntimo y profundamente humano.

De esto se pueden extraer varias conclusiones. Una de ellas podría consistir en que no se da en otras drogas un nexo tan saludable: motivo suficiente para ponerse en guardia ante ellas. Y lo que es más: los beneficios sociales de la bebida en colectividad (basándonos en esa evidencia) superan los desastres individuales que puede precipitar. Recientemente, un equipo de investigadores norteamericanos llegó a la conclusión de que sin el estímulo aportado por el alcohol, y sin la relajación que promueve, la sociedad occidental se habría desmoronado de manera inevitable durante la Primera Guerra Mundial. La bebida vino para quedarse; moraleja aparente: si ella se va, nosotros también.

Sin duda alguna, su presencia en nuestras vidas se ha incrementado con el desplazamiento de la humanidad hacia las ciudades y con el incremento general de la prosperidad. El vino y la cerveza son (en su origen, en los países productores) bebidas típicas aldeanas y de las clases pobres; la ginebra y el whisky son de ciudad y, por lo menos actualmente, de aquéllos a los que les va bien. En otras palabras, nuestras bebidas se están haciendo más fuertes y más frecuentes. 

Estos incrementos suelen achacarse, puestos a acuñar una frase, al estrés y las prisas de la vida urbana. No quisiera disentir del todo de esta teoría, pero me gustaría destacar el estrés (o las prisas) como algo mucho más agobiante y extendido que la mayoría de las cosas: se trata de una confrontación repentina con extraños totales o parciales en circunstancias que requieren grandes dosis de relajo y simpatía... Una experiencia que yo, sin ir más lejos, siempre contemplo con cierta aprensión, aunque suelo acabar encontrándola satisfactoria. Mientras la aldea constituía la unidad social básica, los extraños aparecían de forma esporádica; y cuando lo hacían, siempre estaban muy superados en número por tu familia, amigo y gente que conocías de toda la vida. Pero ahora, en la era del almuerzo de negocios, de las grandes cenas, de las fiestas con los de la oficina y de los jolgorios de todo tipo, los extraños no paran de asomarse a tu horizonte.

El motivo por el que yo personalmente, y muchos otros, suelo acabar disfrutando de esas criaturas es, simple y obviamente, la presencia de la bebida. La raza humana no ha descubierto otro sistema para eliminar barreras, conocer con prontitud al de enfrente y romper el hielo que resulte la décima parte de eficaz y oportuno a la hora de permitirte relacionarte con los demás en un entorno agradable: basta con interrumpir tu sobriedad. Evidentemente, quien estudie en serio los efectos de la bebida acabará adoptando el tono severo y cascarrabias de quien estudia en serio los efectos de la bebida; me parece muy bien, pero ¿y lo que ocurre después? ¿Qué decir de los que beben, no para dejar de estar totalmente sobrios, sino para emborracharse? ¿Y de los que beben a solas?

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El gobierno soviético emitió recientemente una de sus condenas de la embriaguez pública y la habitual advertencia acerca de las fuertes medidas que había que tomar en su contra. Esto forma parte de la rutina, como los ataques oficiales al rocanrol, los pantalones vaqueros y demás signos de decadencia, pero también constituye una indicación de que el aprovisionamiento legal de alcohol está mejorando un poco. Como cualquier otra industria de la URSS, el monopolio estatal del licor, Prodintorg, es de una ineficacia desoladora en su condición de víctima permanente de escaseces y averías. En tales circunstancias, la actitud de las autoridades hacia la destilación ilegal, que suele ser de una dureza extrema, se relaja de forma considerable. Los alambiques clandestinos funcionan a toda máquina y la policía hace la vista gorda hasta que se recupere Prodintorg.

Y es que, pase lo que pase, al hombre soviético hay que echarle de beber. Hay quien dice que la Revolución Rusa de 1917 tuvo lugar porque el zar había prohibido el alcohol tres años antes como medida de guerra; o, por lo menos, que si corrió tanta sangre fue por eso. Ciertamente, la actitud rusa hacia la bebida es muy diferente a la que mantenemos en Occidente, y puede que no haya sido siempre. Siglos atrás, los viajeros nos informaban de que la típica comida rusa era aquélla en la que todo el mundo acababa completamente ebrio, sin distinción de clases, edades y sexos. Así era los siete días de la semana. La gente no paraba de caerse muerta en público por culpa de sus excesos. Como dijo un diplomático inglés de visita en 1568: <<su único deseo es beber>>

Beber para emborracharse es algo que sucede probablemente en cualquier país, ya que hay alcohólicos en todas partes, pero hasta el bebedor ruso más normal se ve obligado a beber con la mayor brevedad posible: de ahí el ritual del pelotazo, que también sirve para acortar la agonía inevitable ante el matarratas local. Y una vez borracho, ese pobre hombre se comporta como tal. Es lo que se espera de él, de hecho, el respeto y la compasión con que se trata a los borrachos en público son prácticamente desconocidos en Occidente, a excepción de Irlanda (¡qué comparación tan sugerente!). Desde tiempo inmemorial, todo ruso necesitado de una botella se sitúa en cabeza de la cola de gente que espera en la tienda, no por ley, sino por un derecho natural.

Hoy día, claro está, hay más asuntos de los que escapar que el frío, la comida monótona y las frustraciones de vivir en una sociedad marginal, burocrática y corrupta. Evidentemente, siempre puedes desplomarte borracho en tu propio domicilio, ya que en los bares no sirven nada más fuerte que cerveza, a excepción de los hoteles de Intourist, reservados a extranjeros y funcionarios del régimen. Si quieres que te sirvan vodka o cualquier otro aguardiente, tendrás que irte a un restaurante o pedirlo con la comida, que puede durar entre una y dos horas. Así pues, a veces te juntas con un par de amigos del trabajo y formáis una troika (una troika puede ser un carruaje de tres caballos, pero también tres elementos de cualquier cosa, un trío). Os hacéis con medio litro de vodka y (lo más difícil de encontrar en un país socialista, probablemente) tres vasos de papel. Puede que el del colmado os deje beber en su establecimiento; si no es así, os buscáis un sitio donde no sople mucho viento, os bebéis el vodka (intuyo que toda a velocidad) y luego os vais a casa. Y en eso ha consistido una velada con los amigos. 

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