J. M. Coetzee & Arabella Kurtz (El buen relato) Conversaciones sobre la verdad, la ficción y la terapia psicoanalítica

J. M. Coetzee
[...] Uno de los principales mitos del romanticismo es el del artista y su herida. La herida es lo que mantiene despierto al artista, inquieto, lleno de dolor. Es posible que el arte que produce esté destinado a curar la herida (igual que la ostra intenta aliviar el picor que le produce el grano de arena cubriéndolo de nácar), pero resulta que también tiene otros usos. Junto con el científico-terapeuta, ese otro explorador de la oscuridad del mundo interior, el artista-sacerdote desempeña el rol de diagnosticar lo que va mal en nosotros; o por lo menos lo desempeñaba mientras estaba en vigor el mito de la herida.

Personalmente, veo demasiado autobombo en la idea—invocada por el artista—de que es él quien diagnostica los males de su época. Hay otras afirmaciones que llevan a cabo los artistas, o bien se llevan a cabo sobre ellos, de las que también desconfío. Una de ellas es que sin el artista las personas normales no tendríamos un lenguaje para hablar de las cosas que van mal en nosotros. Otra es que el artista en cuanto que narrador sirve de modelo para que nosotros, contando nuestra historia, podamos asumir el control de nuestra vida o bien librarnos de la presión del pasado.

Tengo tendencia a contemplar las historias que los artistas cuentan de sí mismos de la misma forma que las historias que los demás contamos de nosotros mismos: como algo que sirve a nuestros intereses, o a lo que nosotros imaginamos que son nuestros intereses. Y no hay historia de la que no podamos preguntar legítimamente: cui bono? Y de esta forma regreso a un tema que ya sondeé al principio de nuestra correspondencia: que deberíamos ver el diálogo terapéutico como búsqueda de la verdad antes que como forma de hacer que la gente se sienta bien consigo misma. 

Arabella Kurtz
[...] En la terapia del psicoanálisis no basta con que el paciente renuncie al pensamiento mágico. Esto supondría infravalorar mucho el poder que ese pensamiento mágico tiene sobre todos nosotros. Para empezar, en la terapia se explora y se da rienda suelta a la noción que tiene el paciente de unos poderes milagrosos, ya sean buenos o malos, expresadas en forma de unas expectativas exageradas en sí mismos o en Otro (a menudo el terapeuta). Sin embargo, gran parte del trabajo que sigue se dedica a ayudar al paciente a devolver esos poderes así mismo pero quitándoles la magia. La meta es invertir un proceso de empobrecimiento del yo en el que los poderes milagrosos, como por ejemplo las fantasías de omnipotencia o de un Otro idealizado, han sido invocados por la mente inconsciente como soluciones a una sensación subyacente de debilidad o de insignificancia. Estas sensaciones de tristeza o de pequeñez que experimenta el paciente, de justamente lo opuesto a la naturaleza milagrosa, son lo que hay que afrontar y entender en el trabajo psicoterapéutico; no echar sal en la herida, sino para ayudar al paciente a salir de ellas.

Los mejores psicoterapeutas crean condiciones en las que se experimentan en toda su fuerza los conjuros antiguos, los encantamientos y los embrujos, pero con el objeto de acabar rompiéndolos.

Estoy de acuerdo contigo en lo del término «crecimiento»: la gente no suele acudir a la psicoterapia con la meta de crecer o desarrollarse, unas metas que tal vez significasen mucho para los psicoterapeutas pero que resultan abstractas e irrelevantes ante una experiencia inmediata de infelicidad. La gente acude a la psicoterapia con el deseo desesperado de desatarse, de huir de una seria de pensamientos circulares que no paran de darles vueltas en la cabeza, sin promesa alguna de escapatoria, sin ninguna salida en la que puedan poner su fe. En este sentido no solo quieren hablar; también quieren que los lleves más allá de las meras palabras.

Pienso, igual que tú, que desde el principio de la vida nos dedicamos a buscar un lugar donde vaciar lo que tenemos dentro. Pero creo que en este acto de vaciarse siempre hay una verdad, por distorsionada o indirecta que sea. ¿Cómo puede no haberla? Sacamos lo que tenemos dentro y normalmente ni decidimos la forma en que sale ni la controlamos de manera consciente; siempre se produce una serie de distorsiones, grandes o pequeñas, que comunican algo verdadero, si hay un oyente que pueda entender cómo se relaciona eso que sale con la verdad (el principio de distorsión) y qué hay debajo.

Puede que las historias que nos contamos de nuestras vidas no reflejen con precisión lo que ha sucedido en realidad, y ciertamente puede que sean más notables por sus imprecisiones que por otra cosa. (No quiero llamarlas mentiras, aunque por supuesto a veces la gente miente por una cuestión de cinismo o de vergüenza). Sin embargo, en la práctica esas historias son el único material de trabajo que tenemos, o el único que sabemos que tenemos; y con esas historias podemos hacer mucho, sobre todo si asumimos la posición de que hay verdades, verdades de tipo subjetivo e intersubjetivo, que se revelan en el modo en que se cuentan. 

No es simplemente que los pacientes busquen sacar lo que tienen dentro; la psicoterapia trasciende la mera evacuación, o al menos debería transcenderla. Lo que buscan los pacientes es un medio para contener la experiencia, en el sentido de darle forma y sentido. La idea de contención resulta útil para explicar cómo el proceso terapéutico puede ser muy activo sin resultar demasiado intervencionista.  Es una idea que incorpora tu versión de la necesidad primitiva de vaciarse pero la trasciende en muchos casos.

No estoy diciendo que cualquier forma o significado pueda ofrecer una contención útil y terapéutica de la experiencia: la significación que se le otorga a esa experiencia angustiante, confusa y a menudo inconsciente hay que sustentarla mostrando compasión hacia el paciente y respetando su verdad emocional, por turbia, compleja y dolorosa que sea. Así pues, aunque el terapeuta necesita ser compasivo, también tiene que ayudar al paciente a afrontar las cosas, y a veces esto resulta difícil y agotador. Ambos procesos —el del paciente que saca todo lo que tiene dentro para darle a ese vaciamiento una forma y un significado que resulten compasivos en términos generales pero también impliquen afrontar una serie de verdades complejas y dolorosas—son interdependientes. Los pacientes son más susceptible de hablar con libertad si se encuentran en compañía de alguien capaz de hacerles pensar sobre su experiencia, por difícil que esta sea, y que además lo haga de una forma que ellos puedan aceptar y creer.

Atribuir forma y significado a la experiencia a base de hablar de ella de forma compasiva y verdadera es, por lo tanto, lo que hace posible pensar en la experiencia y asimilarla otra vez; pero esta vez como una experiencia a la que hay que reaccionar o que hay que evacuar. Estamos en deuda con el psicoanalista y escritor Wilfred Bion por su idea de que aprender de la experiencia es algo que depende de la capacidad de asimilarla y absorbería de esta forma. 

Yo opino que liberarse es esto. Liberarse suele consistir en haber tenido una experiencia (o muchas experiencias) y descubrirse a uno mismo incapaz de pensar realmente en lo sucedido; un estado mental que, paradójicamente, a menudo se caracteriza por una preocupación intensa o un «pensar demasiado», pero se trata de una forma claustrofóbica de preocupación. Hay pensamientos, pero ese pensamiento no lleva a nada.

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