Josep M. Esquirol (El respeto o la mirada atenta) Una ética para la era de la ciencia y la tecnología

La salida del egoísmo

La visión no es cierto modo del pensamiento o presencia de sí mismo: es el medio que me es dado para ausentarme de mí mismo [... ]                                                                             Merleau-Ponty

El perfecto egoísta no respeta a nada ni a nadie, no conoce lo que es el respeto, porque sólo piensa en sí mismo, porque su alicorta mirada está demasiado distorsionada por sus omnipresentes intereses, porque la alargada sombra de su yo se proyecta por todas partes, porque son tales las dimensiones de su ego que no le queda ningún espacio para percibir realmente al otro o a lo otro.

Evidentemente, no hace falta repetir muy a menudo «yo» para ser egoísta; este modo de ser puede estar latente bajo formas mucho más sutiles y no por eso menos intensas. Por supuesto, hay maneras de detectarlo y también advertir cuándo no es el caso. De hecho, la verdadera admiración y el auténtico respeto son excelentes síntomas de una personalidad no egoísta. 

El egoísmo es analizable como característica que se da en un determinado tipo de sociedad —y, dese luego, la nuestra es una sociedad que lo promueve—, como cual tendencia que surge de lo más hondo del ser humano. Así, por ejemplo, y contra lo que a primera vista parece, incluso la «piedad» de Rousseau está subordinada, en cierto sentido, al egoísmo —como, por lo demás, el propio Rousseau lo reconoce—. Cuando el punto de partida es el individuo, da la impresión de que ya no hay manera de salir de su red de intereses. Por eso, al poner en relación el pensamiento occidental con el chino, se ha de notar que aun en autores que parece que hablen de lo mismo, la diferencia decisiva está en si en el punto de partida hay una visión individualista del ser humano o una visión holista en la que el ser humano se le presenta integrado en alguna unidad superior. Así, por ejemplo, en un sugerente estudio en el que F. Jullien compara a Rousseau con Mencio, se demuestra que en el pensador chino lo que funda la moral es la compresión «transindividual».

Pues bien, con la ética de la mirada atenta, o del respeto, para librarse del egoísmo no se requiere, ya de principio, una teoría metafísica que dé cuenta de una determinada unidad-totalidad de la que el ser humano forme parte, sino que en el mismo ejercicio de la atención se está logrando la superación del egoísmo. Porque cuando se atiende, el yo como que se anula fundiéndose con el objeto de la atención, rindiéndose ante la belleza y las exigencias de lo otro. La ética del respeto, pues, se enfrentaría al egoísmo con un planteamiento más epistemológio que metafísico, lo cual es una ventaja, por permitir que, a posteriori, pueda aliarse a concepciones del mundo de muy diversa índole.

Prestar atención es mirar de forma desinteresada, sin ceder al vértigo de la posesión ni de la presunción, y es, sin duda, el mejor antídoto contra la autocomplacencia. Con este ejercicio, las tendencias egoístas quedan desplazadas o aplazadas, y, puesto que estas tendencias se dan siempre, la moralidad podría definirse como un esfuerzo para aminorar o incluso superarlas. Determinadas así las cosas, la atención se mostraría una vez más como la esencia de la moralidad. Y, además, se explicaría también la proximidad entre la moral y el arte. El buen pintor es lo que él mira: su mano se mueve con el pincel en el extremo. El pintor está atento y admirado de aquello que quiere reproducir sobre la tela. Se parece al demiurgo de Platón, que, con la mirada puesta en las ideas o los modelos, daba forma, con sus manos, a la materia indeterminada.

El principal enemigo de la excelencia moral es la exacerbada fantasía personal: el tejido de autoagradecimiento y los consoladores deseos y sueños que le impiden al sujeto ver lo que hay fuera de él. La conducta mediocre es la continuada afirmación del yo, la distorsión de la mirada que el egoísmo implica. En cambio, la apreciación de lo realmente justo procede de un control del egoísmo que facilita el atenerse a lo que son las cosas. Aminoramos así nuestro ser con el fin de atender a la existencia de algo más. 

Contra lo que pueda parecer y tendemos a creernos, no estamos en modo alguno acostumbrados a mirar el mundo real. Nuestro acelerado ritmo de vida, las ocupaciones y, sobre todo, nuestro autocentramiento, nos lo alejan. La mirada sencilla y serena, nos lo acerca, nos lo hace presente. 

Reconstruyendo una hipotética situación: autocentrado en mí mismo, obsesionado por un proyecto frustrado y por el daño ocasionado a mi prestigio profesional, me encuentro en mi escritorio, ante la ventana abierta. De repente, mi mirada se dirige hacia fuera, atenta al color rojizo del cielo sobre las montañas. Ese color me fascina. Mi atención se ha desplazado. El centro ya no es mi propio ego, la atención está toda ella puesta en ese precioso atardecer. La belleza de la naturaleza, como la belleza del arte, paralizan mi autoconcentración y mi vanidad. No soy yo lo que importa, sino lo que tengo ante mí. El yo, dolido por su dañada vanidad ha desaparecido. En su lugar, un yo atento a la belleza del mundo. Es tan grande y tan infinito…el mundo…y son tan misteriosas y profundas algunas personas que me rodean… Luego, al dejar de prestar atención al cielo, es muy probable que la anterior preocupación sea percibida en su más justa medida. Puede que ya no le dé la misma importancia; es poca comparado con la infinitud del cielo y esa belleza cromática. Y, por supuesto, lo decisivo no son las inimaginables medidas espaciales del cielo; lo mismo podríamos decir si la atención, en lugar del cielo, se hubiera detenido en las lentas curvas de un camino campestre, o en el juego de los niños, o en la silueta de una vieja casa… Lo que sí es decisivo es el distanciamiento de uno con respecto a sí mismo; he ahí la bondad y las virtualidades de la atención.

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