Bernard Maris (Houellebecq economista)

Nosotros debemos luchar para que se ponga a la economía bajo tutela y para que ésta se someta a ciertos criterios que me atrevería a llamar éticos.

MICHEL HOUELLEBECQ, «Última muralla contra el liberalismo», en el Sentido de la lucha (Poesía)

En tiempos de Luis XV, para burlarse de los economistas y de sus complicados razonamientos, se referían a la «secta». La palabra es extraordinariamente justa: se trata, desde el principio, de una secta que repite un discurso hermético y confuso. Se la respeta porque no se la entiende. La secta reverencia las palabras abstrusas, la abstracción y las cifras. Se aceptan sus contradicciones.

Nuestra época está saturada de economía, más que ninguna otra. Y aunque huye del silencio, drogada con la música de los supermercados y los ruidos de los coches que giran sobre sí mismos, tampoco sabe arreglárselas sin los rebrotes del crecimiento, el desempleo, la competitividad y la globalización. Al canto gregoriano de la Bolsa, que sube y baja, responde el coro de los expertos: crisis, crecimiento, empleo, Dismal science, decía el isleño Carlyle. Ciencia lúgubre. Diabólica, la economía es la ceniza con que nuestra época cubre su triste rostro.

¿Quién se acordará de la economía y de sus sacerdotes, los economistas?

Dentro de unos decenios, de un siglo, antes quizás, parecerá inverosímil que una civilización haya podido conceder tanta importancia a una disciplina no sólo vacía, sino también absolutamente aburrida, así como a sus celadores, expertos y periodistas, graficómanos, pregoneros, barones y polemistas del pro y del contra (aunque lo contrario sea muy posible). El economista es el que siempre es capaz de justificar ex post por qué se ha equivocado por enésima vez.

Disciplina que de ciencia sólo tuvo el nombre y de racionalidad sólo sus contradicciones, la economía acabará revelándose como una increíble charlatanería que fue también la moral de una época. ¿No entendemos nada? Tranquilicémonos: no hay nada que entender, como tampoco había que ver ropajes suntuosos cubriendo el cuerpo desnudo del rey. Que un premio internacional, bautizado «Nobel» por quienes usurpan su nombre —banqueros autopromovidos que dotan el premio homónimo— fuera concedido en nombre de chismorreos adornados con ecuaciones a buscadores de quimeras, parecerá algún día tan extraño,  al menos tan similar, como poner en un libro traducido a doscientos idiomas una faja que diga que el autor tiene el récord de mayor abridor de botellas de cerveza con los dientes. Y los libros de economía no merecerán ya ni siquiera la crítica roedora de los ratones.

[...] Han construido una economía del crimen en la que los bandidos racionalizan su comportamiento criminal y sus previsiones de riesgos en función de sanciones probables y de botines futuros. Han inventado una optimización del número de hijos para que las familias oscilen entre pocos hijos de buena calidad y muchos de mala. (Rigurosamente cierto: incluso se concedió ese premio llamado Nobel al idiota que parió la ocurrencia, Gary Becker).

Ni siquiera se dejó en paz a la Muerte, cuando otro premio Nobel, Gérard Debreu, explicó que el gran reto de las sociedades era la prolongación de la vida de los muy ancianos: ¿había que desenchufarlos ya, para que la Seguridad Social ahorrase dinero, o había que mantenerlos a toda costa en la periferia del otro barrio para crear empleos de cambiadores de pañales sucios? Son cosas que hay que meditar bien...

Un tercero, y pronto premio Nobel (Larry Summers), sugirió, partiendo del mismo esquema, que era mejor verter los productos contaminantes del Norte en los países del Sur, sobre todo de África, y que eliminaran a sus habitantes —básicamente negros y muy poco productivos—, que conservarlos arriba para que eliminaran a los lugareños —básicamente blancos y mucho más productivos—. La humanidad ganaría mucho desde el punto de vista de la renta mundial.

[...] Nietzsche creyó que la ciencia echaría a perder la filosofía. Falso. Lo que pasó es que fue reemplazada por las pseudociencias, en cabeza de las cuales estaba la economía, cuyo hiperbolismo matemático oculta su nada conceptual. La matemática es, con su jerga, la artimaña mimética que encubra el cáncer económico en el cuerpo social.

[...] La economía no es una ideología vaga, sin no una ideología precisa, viciosa, mortífera, peor de lo que fueron las religiones. Pues todas las religiones, incluso la más animal (aquella que fue inventada por «beduinos mugrientos que no tenían otra cosa que hacer, con perdón, que dar por culo a sus camellos», contiene una parte de imaginario. Por desgracia, no nos deshacemos tan fácilmente de la economía como de la religión. Esta más allá de la ciencia («Nuestra religión es la ciencia» Auguste Comte), y luego la economía, que es el retorno de lo peor de la religión, lo religioso racionalizado.

La decadencia del cristianismo dio origen al materialismo y a la ciencia moderna, con dos grandes consecuencias: el racionalismo y el individualismo, las dos ubres de la economía. Pero Houellebecq añade: el individualismo se nutrió de la competencia sexual y material.

La competencia económica es una metáfora del dominio del espacio y del tiempo. Expresa la lucha contra la escasez, escasez que es la esencia del problema económico. Cuando hay abundancia no hay economía; por eso los marxistas han buscado siempre la abundancia, el regreso al paraíso, el consumo libre.

* Bernard Maris (Carta abierta a los gurús de la economía que nos toman por imbéciles)

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