Francesc Torralba (¿Cuánta transparencia podemos digerir?) La mirada honesta sobre uno mismo, los demás y el mundo que nos rodea

¿CUÁNTA TRANSPARENCIA PODEMOS DIGERIR?

La reivindicación de la cultura global de la transparencia no es, en ningún caso, una casualidad. Nace de la desconfianza y de la sospecha. La emergencia de este valor en el conjunto de la sociedad pone de manifiesto la crisis de credibilidad que experimentan las instituciones y las personas. Escribe el filósofo coreano Byung-Chul Han: "La sociedad de la transparencia es una sociedad de la desconfianza y de la sospecha".

Cuando la palabra dada tiene valor, cuando se confía en lo que promete el otro, en lo que dice el otro, no es necesario conocer sus interioridades, pero cuando se pierde la confianza, todo conocimiento es insuficiente. Entonces, queremos saber más, porque no nos fiamos de lo que dice, de lo que promete.

En el fondo, lo que acontece en nuestra sociedad es una crisis de la palabra. La palabra ha dejado de tener valor por sí misma, se ha convertido en una moneda de cambio, porque se ha usado abusivamente, se ha usado inadecuadamente, se han hecho promesas que no se han cumplido, se ha utilizado para engañar y para tapar miserias de tal modo que cuando determinados agentes económicos, sociales y políticos emplean la palabra, no generan confianza alguna. 

Se produce el llamado síndrome de la azafata de vuelo. Por los altavoces del avión se informa que es muy importante conocer las medidas de seguridad en ceso de evacuación y las azafatas las explican y se ponen la indumentaria apropiada para hacerlo, pero nadie escucha salvo los niños y los que, por primera vez, entran en un avión. Los pasajeros habituales desconectan, leen el periódico delante de las propias narices de la azafata que gesticula mostrando, con simpatía, dónde están las puertas de emergencia. Nadie les escucha, pero eso no significa que los pasajeros sepan qué deben hacer en caso de un aterrizaje forzoso.

Cuando toman la palabra determinados agentes políticos, económicos o sociales ocurre lo mismo. Nadie escucha, porque nadie da credibilidad a lo que dirán. La palabra ha sido devaluada, secuestrada y vilipendiada y, para tratar de recuperarla, se reivindica la transparencia. Solo si el agente nos muestra lo que cobra, las propiedades que tiene, dónde pasa las vacaciones, dónde invierte, recuperará la credibilidad. La sociedad de la transparencia es, pues, a la vez una sociedad de control y de vigilancia, que nace por reacción a una época de descontrol y de despilfarro.

La misma trasparencia que exigimos a los organismos públicos, a los representantes electos de las instituciones públicas y a los cargos de las administraciones también es reclamada a los medios de comunicación. Queremos que sean neutros, imparciales, que expongan la realidad tal como es, que manifiesten con nitidez lo que pasa, sin maquillarlo, sin pulido, sin intoxicarlo ideológicamente. 

Pero los medios no tienen como finalidad mostrar lo que pasa en el mundo, sino dar a conocer noticias y la noticia no es un diagnóstico de lo que acontece, sino algo que tiene, supuestamente, interés público, por su novedad, por las consecuencias que tendrá, por su exotismo, por la transcendencia del acontecimiento.

La verdad, sin embargo, es bien distinta. Dice Byung-Chul Han: "La masa de información no engendra ninguna verdad. Cuanta más información se pone en marcha, tanto más intrincado se hace el mundo. La hiperinformación y la hipercomunicación no inyectan ninguna luz en la oscuridad". 

En efecto, esa es la impresión de quien consume noticias a través de los medios de comunicación. La multiplicación de informaciones siempre y desde distintos medios no aclara, en lo más mínimo, lo que está pasando en el mundo. Más bien lo oscurece. Venimos de un tiempo falto de información y viajamos hacia un tiempo caracterizado por el exceso informativo.

Entonces no sabíamos qué pasaba, porque no teníamos la más mínima información de lo que acontecía. Ahora no sabemos lo que pasa, porque hay un exceso de información, una desmedida que, además, obedece a intereses económicos distintos y que desborda continuamente, todos los días, cada hora, de forma ininterrumpida. Tenemos mucha información, pero no somos capaces de integrarla, de digerirla, de procesarla, de hacernos una imagen global del mundo mínimamente transparente. Tampoco somos capaces de entrever la trascendencia de algunos acontecimientos, porque todo se presenta como muy relevante, como histórico, como clásico, como definitivo. Lo que poseemos son muchos relatos del mundo, muchos fragmentos dispersos, pero desconociendo la verdad del mundo.

La masa de información no engendra ninguna verdad si por verdad entendemos el ser de las cosas, lo que son en sí mismas. Más bien al contrario: la multiplicación exponencial de informaciones engendra el caos, la perplejidad, la sensación de no saber qué ha pasado exactamente, porque al contrastar las diversas fuentes informativas tomamos conciencia de que cada una es esclava de determinados intereses. El mundo presentado por los medios se vuelve más oscuro, más caótico.

Martin Heidegger advirtió, hace más de cincuenta años, que no hay ocasiones de hacerse una imagen global del mundo. No hay norte, no hay sur, no hay brújula para orientarse. Solo hay un diluvio continuo de noticias que se solapan unas detrás de otras y que no permiten construir un relato con sentido.

La multiplicación informativa entretiene, distrae, da pie a toda clase de comentarios y de análisis a contrarreloj, pero es imposible levantarse un palmo sobre ese rompecabezas informativo y tener la mínima idea de hacia dónde va el mundo. Así, pues, la hiperinformación, lejos de hacer el mundo más transparente, lo oscurece, lo enmascara con miles de titulares que envejecen a la velocidad de la luz.

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