Gianni Vattimo (Adiós a la verdad)

Más allá del mito de la verdad objetiva
 
[...] La conclusión a la que quiero llegar es que la verdad como absoluta, correspondencia objetiva, entendida como última instancia y valor de base, es un peligro más que un valor. Conduce a la república de los filósofos, los expertos y los técnicos, y, al límite, al Estado ético, que pretende poder decidir cuál es el verdadero bien de los ciudadanos, incluso contra su opinión y sus preferencias.  Allí donde la política busca la verdad no puede haber democracia. Sin embargo, si se piensa la verdad en los términos hermenéuticos que muchos filósofos del siglo XX han propuesto, la verdad política deberá buscarse sobre todo en la construcción de un consenso y de una amistad civil que haga posible la verdad también en el sentido descriptivo del término. Las épocas en las que se creyó que la política podía basarse en la verdad fueron épocas de gran cohesión social, de tradiciones compartidas, pero también, en muchos casos, de disciplina autoritaria impuesta desde arriba. Un ejemplo, incluso admirable, es la época barroca: por una parte, un amplio conformismo asegurado por la autoridad absoluta de los reyes y, por otra, un maquiavelismo explícitamente teorizado. La política «moderna», la que hemos heredado de la Europa de los tratados de Wersfalia, en el fondo aún es ésa. Hasta en los casos cada vez más numerosos de corrupción administrativa (aquí pienso en la  Italia  de  «manos limpias»), los políticos han reivindicado, en los tribunales, el derecho a mentir (y robar, corromper, etc) en nombre del interés «general». Robaban no para ellos mismos sino para el partido y, por lo tanto, para el funcionamiento de la democracia, que cada vez cuesta más.

Por muchas razones relacionadas con el desarrollo de las comunicaciones, con la prensa y con el propio mercado de la información, la política «moderna» ya no rige. Se hace cada vez más evidente la contradicción entre el valor de la verdad «objetivaba» y la conciencia de que aquello que llamamos realidad es un juego de interpretaciones en conflicto. Tal conflicto no puede ser vencido por la pretensión de llegar a la verdad de las cosas, ya que ésta resultará siempre diferente, hasta tanto no se haya construido un horizonte común, vale decir, el consenso en torno a aquellos criterios implícitos de los que depende toda verificación de proposiciones singulares. Sé bien que ésta no es una solución a la cuestión, sino sólo el planteamiento del problema. Una frase de san Pablo (carta a los efesios, 4 15-16) dice así: «veritatem facientes in caritate». El griego tiene aletheuontes, que es aún más fuerte. Ésta nos lleva a un salto más allá de la cuestión de la objetividad: ¿qué significa hacer la verdad si ésta fuera la correspondencia del anunciado respecto del «dato»?  La alusión a la caridad aquí no está de más. El conflicto de las interpretaciones, del cual la democracia no puede prescindir si no quiere convertirse en dictadura de los expertos, los filósofos, los sabios, los comités centrales, no se supera sólo explicitando los intereses que mueven las diferentes interpretaciones, como si fuera posible hallar una verdad profunda (la primera escena, el trauma infantil, el ser verdadero antes de los enmascaramientos) sobre la cual después todos concordamos. Todo esto, que es el mejor resultado de la «escuela de la sospecha», la pars destruens de la crítica a las pretensiones de verdad absoluta, requiere de un amplio horizonte de amistad civil, de un consenso «comunitario», —por más sospechoso que pueda resultar el término—, que no dependa de lo verdadero y lo falso de los enunciados. 

Repito: ésta no es la solución al problema, sino sólo un modo de plantearlo de forma explícita, evitando así al menos la hipocresía de la política «moderna» que nunca ha puesto en discusión la noción de verdad como correspondencia y, sin embargo, siempre ha admitido que el político puede mentir «por el bien del Estado» (o del partido, o de la clase, o de la patria). Esa hipocresía debe ser condenada, no porque admite la mentira violando el valor «absoluto» de la verdad como correspondencia, sino porque viola el vínculo social con el otro, podríamos decir que va contra la igualdad y la caridad, o contra la libertad de todos.

Podría observarse que la libertad es también y sobre todo la capacidad de proponer una verdad contraria a la opinión común. Así, por ejemplo, la entiende Hanand Arendt en los apuntes de su diario escrito en los mismos años del proceso Eichmann. «La verdad —escribe Arendt (2002, pág. 531)— no se verifica por medio de una votación. Incluso al verdad fáctica, no sólo la racional, concierne al hombre en su singularidad». Sin embargo, en las mismas páginas se encuentra una constante insistencia también en el carácter siempre social de la verdad y en la difidencia que debe reservarse a quien pretende poseerla de modo preciso y estable. «Quien, en una oposición de opiniones, afirma que posee la verdad, expresa una pretensión de dominación» (pág. 619). Tal oscilación, que no me parece que nunca se haya llegado a superar del todo en la obra de Arendt, se explica quizá con el hecho de que también para ella la verdad es pensada como reflejo objetivo de datos de hecho. No obstante haber frecuentado el existencialismo, de Jaspers pero también de Heidegger, el tema de la interpretación siguió siéndole en sustancia ajeno. Aquí ahora prefiero una tesis de Ernst Bloch de la primera edición de Geist der Utopie (1918), donde dice que la diferencia entre el loco y el profeta está en la capacidad de este último de fundar una comunidad.

Vattimo, Gianni y otros (En torno a la posmodernidad)

Massimo Recalcati (La noche de Getsemaní)

 LA TRAICIÓN DE JUDAS

¿El trauma de la traición implica siempre una decepción de amor? ¿Una caída de la idealización? Tal vez esperara Judas algo de Jesús que no pertenecía al ser de Jesús. Su amor idealizado no podía tener en cuenta -pues ningún amor idealizado puede hacerlo- la heterogeneidad que desune el ser del Maestro del ser del discípulo y de lo que este espera del Maestro. El enamoramiento idealizador excluye la otredad del Otro, pretende que esa otredad coincida plenamente con la representación narcisista del amado.

De forma más radical, en la lectura de los Evangelios, Judas se nos aparece como la encarnación del político. Ha estado esperando algo de su maestro, un gesto políticamente nítido, un acto público en favor de su pueblo que no ha llegado. ¿Querría que Jesús respondiera a su solicitud para la liberación de Palestina de la dominación romana? Es indudable que Judas pretende que la predicación de Jesús se alinee políticamente con la defensa de los pobres y los explotados. Hay una escena de los Evangelios que resulta muy elocuente desde este punto de vista. En ella se desvela con toda claridad el deseo de Judas como deseo del <<político>>. En esta escena, que tiene lugar en la casa de Simón el leproso, en Betania, una mujer le ofrece a Jesús un perfume preciado y muy caro con el que le unge la cabeza. Frente a <<este despilfarro>> (Mc 14,4), es el mismo Judas Iscariote quien plantea una dura objeción política a Jesús: <<¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?>>. (Jn 12,5). ¡Podríamos haber dado de comer a los pobres en lugar de deleitar a nuestro maestro con un bien superfluo!

El razonamiento político de Judas sitúa en el centro la dimensión universal de la justicia social. Su exigencia es la de no transigir frente a una necesaria redistribución más justa de la riqueza. Jesús, sin embargo, no parece ser sensible -al menos a los ojos de Judas- a esta solicitud, sino que la defrauda. Está claro que no puede ser él el líder palestino de un movimiento político que reclama justicia social. De ahí la curvatura negativa de la transferencia de Judas hacia su maestro y la inevitable de-suposición del saber: en efecto, mientras que, como explica el psicoanálisis, la transferencia positiva instituye al Maestro como un <<sujeto supuesto saber>>, la transferencia negativa -la transmisión del amor al odio- tiene como efecto fundamental la caída de la suposición de saber, una de-suposición del saber del Maestro. Jesús ya no sabe lo que hace, ha sido víctima de su fantasma narcisista, ha perdido su brújula ética, se ha dejado desviar, piensa en sí mismo y en su imagen, se deja recubrir de atenciones por parte de una mujer que rocía un perfume precioso sobre su cabeza, llenándolo de lágrimas y de besos, olvidando que su misión es ayudar a los últimos y a los necesitados. Su acción diverge de su palabra, su mirada está cegada, ha perdido su lucidez, ya no es capaz de ver con claridad. Es Jesús, en opinión de Judas, quien ha traicionado la Causa.

[...] La radicalidad de la crítica política de Judas no ha de ser subestimada de ninguna manera, pero más allá de los contenidos que propone, presenta un vicio de origen: brota tan solo de la herida del amor desilusionado del alumno hacia el maestro. ¿No es acaso, en efecto, a causa de la rabia que siente y que ha provocado en él el <<despilfarro>> cometido por la mujer de Betania por lo que Judas -el <<político>>- decide ir, como cuenta Marcos (Mc 14, 10-11), y también Juan a su manera (Jn 12, 1-11), a ver a los principales sacerdotes para entregarles a Jesús, para malvender la vida de su maestro y traicionándolo definitivamente? El amor, como sucede a menudo en las relaciones entre profesor y alumno, se ha convertido en odio. Judas quiere la muerte, la eliminación de quien ha decepcionado su amor. Pero en su transferencia negativa hacia Jesús parece haber olvidado un lado esencial de la predicación de su maestro: el individuo, la persona, el sujeto singular es lo insacrificable que precede -que viene antes- a toda valoración universal; la verdad, en otras palabras, tiene siempre el rostro singular del prójimo y no del genérico de la humanidad o de la pobreza. 

El discurso de Jesús en la casa de Betania reafirma esa diferencia entre su palabra y las razones de la política. En él invita con firmeza a quienes lo critican a tomar en consideración el gesto de amor singular de esa mujer, en cómo demuestra saber realmente cuidar de él. Jesús contrapone la dimensión necesariamente universal de la política con la experiencia necesariamente singular de la propia vida y de la propia muerte:

    Dejadla. ¿Por qué la molestáis, si ha hecho una obra buena en mí? Porque pobres tendréis siempre con vosotros y podréis hacerles bien cuando queráis, pero a mí no me tendréis siempre (Mc 14,6-7).

La mujer ha hecho todo lo posible para aliviar el dolor y la angustia que van creciendo en Jesús. Su amor es grande y sin límites; su entrega es desinteresada y generosa; sus cuidados son la expresión de su amor por el Maestro. No calcula el coste de sus preciosos ungüentos, no valora la oportunidad de sus gestos. Ama como las mujeres saben amar; su gesto de atención está lejos de ser anónimo, pues consigue que sea particularizado, lo instituye como una auténtica excepción, como un regalo activo. No resulta casual que un hilo común conecte el gesto de esa mujer de Betania que unge con un aceite perfumado y precioso la cabeza de Jesús con el de la viuda que da todo cuanto posee al Templo (Mc 12,41-44). En ambos casos hallamos en primer plano un amor que no conoce límites, que va más allá del cálculo económico y raya en el derroche absoluto, pues sabe, según una bien conocida definición del amor propuesta por Lacan, <<dar lo que no se tiene>>. Donando cuanto posee, la viuda ofrece su indefensa carencia, mientras que aquellos que ofrecen solo lo superfluo no viven en absoluto la experiencia de la carencia y, como consecuencia, no saben lo que es el amor. Esa es la razón, pues, por la que el gesto de la mujer de Betania, que Judas, el <<político>>, ve solo como un simple <<despilfarro>> de recursos, como un efecto de narcisismo encandilado de Jesús, adquiere el valor único de regalo, de una oferta generosa de sí misma que va más allá del marco estéril del beneficio. El <<político>>, sin embargo, es incapaz de subordinar sus razones universales al nombre propio del sujeto, como en cambio todo acto de atención y de amor es capaz de hacer. Judas se mantiene firme en sus convicciones: ha sido Jesús el primero en traicionar y debe ser traicionado a su vez para que se haga justicia. 

Recalcati, Massimo (Retén el beso) Lecciones breves sobre el amor

Norbert Bilbeny (ed.) Robótica, ética y política - El impacto de la superinteligencia en el mundo de las personas

Sobre si el robot comprende

La inteligencia artificial sobrepasa ya las capacidades de memoria y cálculo de los humanos. Pero en cierto sentido es estúpida: depende de las instrucciones que le demos, esquiva siempre lo raro y es inhábil para afrontar situaciones radicalmente nuevas.

La inteligencia artificial y sus algoritmos no sienten, no tienen conciencia moral, no comprenden. A su manera, «entienden», tienen entendimiento porque son inteligencia. Pero otra cosa es «comprender». Comprender es más profundo, abarcador y versátil que entender. Gracias a ello podemos formular juicios, y hasta juzgar sobre los propios juicios, como hace la conciencia moral. Un humano sí comprende, y comprende que comprende, y comprende esto último también. ¿Qué robot tiene toda esa facultad de reflexividad? La máquina piensa, y puede llegar a pensar sus pensamientos. Pero ¿pensará sobre el hecho mismo que piensa? ¿juzgará y se juzgará a sí misma? 

No estamos pues, en condiciones para sostener que un robot comprende. «Deep Blue», el computador que en 1997 ganó la partida de ajedrez al campeón mundial Garry Kasparov, no debió comprender la zozobra y la decepción de su rival, ni seguramente el significado de su propio triunfo. Kasparov dijo: «Comprendí que la máquina no calculaba, pensaba». Pero la máquina no «comprendía», eso que de ella decía el ajedrecista. Ni siquiera «pensaba», porque hay una enorme diferencia entre calcular y pensar, entre entender y comprender. Comprender, pensar, está lleno de facetas, entre sensitivas, emocionales y conceptuales, que un programa no puede recoger. La idea de esta superioridad es compartida por la mayoría de los creadores de inteligencia artificial. 

Consideremos, por ejemplo, la relación de la inteligencia artificial con la medicina. Ordenadores, robots y otros dispositivos tienen cada vez mayor protagonismo en el cuidado del mayor de los bienes de las personas: su vida. ¿Hasta qué punto debe mandar la máquina sobre el individuo, en aspectos cruciales de este como la vida, la salud y sus condiciones básicas de existencia? En la medicina no se juegan solo estos elementos físicos. Se implican también la dignidad, libertad y derechos del paciente. En el ámbito de la sanidad, la inteligencia artificial computa datos, sostiene actividades diagnósticas, realiza intervenciones clínicas y permite estrategias de comunicación en red (Fosch-Villaronga, 2020). La telemedicina es una actividad en aumento. Por no hablar, en otro aspecto, de la posible instalación de chips o microscópicos robots en el cerebro que ayuden, por ejemplo, a la sinapsis neuronal. De hecho, la información sobre el genoma y la salud generada por un individuo a lo largo de la vida puede llegar a superar los 1.000 terabytes. El conocimiento y la gestión de todos estos datos han experimentado un cambio radical a raíz de la tecnología digital. 

Pero, mientras tanto, no se olvide que la tecnología también toma decisiones, de principio a fin, en el proceso del cuidado sanitario de cada persona. Con lo cual es exigible que haya una buena praxis en la programación e instrumentación tecnológicas de este cuidado. Cada paciente es diferente y las enfermedades y su prevención presentan igualmente múltiples variaciones, por ejemplo, en el caso de las consideradas enfermedades minoritarias. Es casi inevitable que un robot no pueda controlar todas estas variables, incluidas las sociales y culturales del paciente, y que un programa deficiente o una mala monitorización del hardware lleguen a perjudicar al enfermo tanto en su estado físico como en sus derechos. Imaginemos asimismo las consecuencias de un ciberataque o de una escasa ciberseguridad en las personas, pero también en todo el sistema sanitario. No podemos, pues, apartar la mirada sobre el robot encargado de nuestra salud, a fin de que no la complique y que la resuelva mejor o por lo menos tan bien como lo haría un sujeto humano preparado y responsable.

Continúan siendo válidas, a nuestro parecer, las tres leyes de conducta del robot según el bioquímico y escritor Isaac Asimov: 1) Un robot no hará nunca daño a un humano; 2) un robot obedecerá siempre a un ser humano, excepto que ello contradiga la primera ley; y 3) un robot protegerá siempre su propia existencia, excepto si contradice la primera y la segunda ley. Permanece abierta a la crítica la fabricación de armas, que se hace ya gracias a la inteligencia artificial, y debería seguir haciéndose dicha crítica. Pero, además, habría que acompañar a esta censura el rechazo de usar la inteligencia artificial como arma. El mismo robot como arma. El soldado robot puede matar a otros robots, pero también a seres humanos, y con eficacia y mortandad superior a como lo haría un humano soldado. Peor que matar borracho o por un ataque de ira, el robot matará fríamente según un programa diseñado para matar. En la película Star wars el robot C3PO despliega ansiedad y dudas, pero ello permanece hoy como un ficción.

No parece equivocado pensar que en el futuro las armas, grandes o pequeñas, para la guerra o para la defensa personal, serán robots, mucho más baratos y eficaces que la producción, compra y uso de los misiles y armas de fuego actuales. La muerte del enemigo podrá ser a distancia, fácil y anónima, quizá mediante un teléfono «inteligente>» o aparato similar.  Se estará, pues, a un paso de matar solo con el pensamiento [...]

Ambivalencia del progreso

Cabe entonces alejarse de la visión utópica del progreso igual que de la visión distópica de este. La visión centrada suele ser la mejor. Cuanto más conocemos a los hombres más admiramos aquella firme propuesta de Aristóteles: elegir el justo medio. El único extremo que no corre riesgos de equivocarse y hacer daño es el del término medio.

Si pensamos en el progreso tecnológico, el justo medio en nuestra gama de actitudes podría consistir en asumir los siguiente. 1) Pesar que la innovación no es en sí misma ni indiscutible buena ni necesariamente mala. Va a depender de sus fines, sus medios y, en definitiva, de la aplicación de sus resultados. 2) Pesar que la innovación puede hacernos avanzar hacia lo bueno o mejor, pero también hacia lo malo o peor. 3) Pensar que la innovación puede representar, al mismo tiempo, y según el mismo juicio moral, un progreso y un retroceso. En el plano de la ética, no estamos acostumbrados a pensar, ni nos apetece hacerlo, que se pueda avanzar a la vez que se camina hacia atrás. Pero eso es una realidad. Los misiles supersónicos usados en la guerra de Ucrania son un progreso material y un retroceso moral, también de consecuencias materiales [...]

Conclusión

El problema de la relación entre los usos de la inteligencia artificial y la ética no se localiza en el hecho de debatir sobre la conveniencia de las directrices morales. Tampoco en el hecho de ponerse de acuerdo sobre cuáles han de ser dichas pautas y en qué orden de importancia han de constar.

El verdadero problema, vista la experiencia de ello, estriba en el hecho de respetar en la práctica las regulaciones que nosotros mismos nos hemos dado, y colgado de dicho problema, el de hallar la forma de garantizar este respeto. En otras palabras, lo difícil y costoso no es la assumption de una normativa ética, sino el commitment o compromiso efectivo de ella. Pues no basta con adherirse a la norma, sino que hay que obedecerla, manteniendo una lealtad a las líneas reguladoras de la conducta. 

Hemos tocado, pues, el aspecto más decisivo de la ética de la inteligencia artificial: la implementación de la regulación moral de la tecnología. Es decir, pasar de los valores abstractos a la aplicación técnica de estos. Lo cual exige: una compliance efectiva, códigos éticos claros y explícitos, comités de ética independientes y eficaces, y, a la postre, la conversión de la regulación ética en una norma legal (Shelton,2003). ¿Quién ha de gobernar la tecnología? Puede ser esta la definitiva pregunta. La respuesta debería ser: todos. En una democracia: el parlamento, el gobierno y los jueces, más el juicio moral de cada ciudadano. 

La inteligencia artificial supone, en resumen, un reto de intensidad creciente a la inteligencia natural. El impacto de sus aplicaciones sobre la sociedad y el propio individuo es un hecho evidente e inevitable en todo momento. Sin embargo, la rápida evolución de la ciencia y la tecnología en torno a la inteligencia artificial contrasta con la lentitud con que se desarrollan los hábitos y las creencias (los «valores») de toda época innovadora en el conocimiento (Bilbeny, 1997). Para una mente científica y a la vez sociable, las señales más preocupantes de este desfase se dejan notar progresivamente en el uso social e individual de las tecnologías derivadas de la aplicación de la inteligencia artificial. 

Es preocupante que este uso se haga muchas veces de forma irresponsable y se vulneren aspectos tan esenciales para la vida social y personal como la libertad y el derecho a la intimidad, o la garantía de la seguridad física y jurídica, elementos necesarios para un desarrollo justo y sostenible, además de eficaz. Es obvio que la inteligencia artificial por sí misma no resolverá el problema, porque ni siquiera puede planteárselo: es un problema filosófico. Depende de nuestra inteligencia natural y de su poder y deber de reflexión sobre las consecuencias presentes o futuras de cualquier forma de actividad que dependa del ser humano. Y todo depende de las ideas y las órdenes de este.

Por lo expuesto hasta aquí, conviene sin demora formalizar y poner en activo un foro científico y humanístico para dilucidar y fijar los requisitos éticos y jurídicos fundamentales pata un uso responsable de los programas y las aplicaciones de la inteligencia artificial. Se trata de intentar el establecimiento de unas normas universales, interculturales y jurídicamente vinculantes que impidan la creación de un mundo inseguro e infeliz por medio de objetivos que deberían haber sido evitados. 

Bilbeny, Norbert (La justicia como cuidado de la existencia)
Bilbeny, Norbert (La vida avanza en espiral) Conversaciones sobre...
Bilbeny, Norbert (Moral barroca) Pasado y presente de una gran soledad

Susan Neiman (Izquierda no es woke)

   Justicia y poder

[...] El propio Hitler utilizó el genocidio de los pueblos nativos y el robo de sus tierras por parte de los estadounidenses europeos para justificar su esperanza de extender el Lebensraum alemán hasta Vladivostok. Otros nazis también recurrieron a lo mismo cuando respondieron a las protestas de Estados Unidos contra las Leyes de Núremberg publicando fotografías de estadounidenses linchando a personas negras, con las que venían a decir: ocupaos de vuestros asuntos en materia de raza antes de sermonearnos a nosotros sobre los nuestros. Ni Hitler ni los abogados nazis que se basaron en la ley racista estadounidense estaban equivocados. Reino Unido y Estados Unidos a menudo estuvieron implicados en violentas prácticas racistas y coloniales contrarias a su retórica democrática liberal. Pero la utilización de tales ejemplos por parte de los nazis no obedecía en realidad a un intento de desenmascararlos, y mucho menos de contribuir a su liberación. Como lo que hace Vladimir Putin hoy, su único interés radica en la cuestión: si las nobles tierras de la libertad participan del robo y del terror, ¿acaso no podemos nosotros hacer lo mismo? Schmitt evitaba responder a la sencilla pregunta: «¿Dos cosas incorrectas suman una correcta» argumentando que, en una historia mundial saturada de violencia, conceptos como lo incorrecto y lo correcto desaparecen. Ambos no son más que mera retórica utilizada con el fin de disfrazar la única fuerza que existe: el poder. Resulta significativo que, aunque la deconstrucción de las democracias liberales que Schmitt llevó a cabo tenía como objetivo a los enemigos del Tercer Reich, los nazis apenas dieron voz a sus teorías políticas. Incluso contando con el reclutamiento universal, es difícil convencer a diecinueve millones de hombres para que arriesguen sus vidas por lo que no es más que una lucha eterna por el poder, sin ningún contenido moral. Schmitt fue el principal teórico legal del Tercer Reich, pero no su principal propagandista. Los llamamientos a defender su patria de los salvajes bolcheviques mantuvieron a muchos más alemanas en el campo de batalla. 

Hoy en día cualquiera que quiera ser eficaz en la política debe entender las relaciones de poder concretas, así como las declaraciones normativas. Este breve libro no aportará nada a los muchos debates sobre cómo equilibrarlas. Pero no se puede mantener un compromiso con la justicia mientras se sospeche que, después de todo, Trasímaco tenía razón. Pues el concepto de «derechos humanos» puede ser controvertido, pero, sean lo que sean, estos resultan reivindicaciones dirigidas a frenar las meras demandas de poder. Señalan que el poder no es solo el privilegio de la persona más fuerte del barrio, sino que exige justificación. Recordemos el momento histórico en el que surge la reivindicación de los derechos humanos: era impensable que los campesinos y los príncipes pudieran estar en pie de igualdad en ninguna parte, ni sobre ningún tema. Si el campesino se hacía con un ciervo del príncipe, podían ahorcarlo. Si el príncipe se llevaba a la hija del campesino, había que aceptar que el mundo era así. La doctrina del derecho divino de los reyes no era tanto una doctrina como una afirmación del poder de Dios y de su capacidad para transferir ese poder a sus representadas y a los descendientes de estos. También cabe recordar aquí el contexto teológico en el que nació la teoría del derecho divino. Millones de europeos se mataban entre sí en guerras teológicas. Los conflictos más enconados se hallaban relacionados con la naturaleza de Dios;  ¿estaba su poder delimitado por su bondad, o podía hacer lo que le diera la gana? Los calvinistas sostenían que el poder de Dios era absoluto; si Dios mandaba a millones de niños al fuego eterno del infierno, ¿quién éramos nosotros para cuestionarlo? Donde reinaba esta idea de Dios, no era fácil poner restricciones al poder de los soberanos terrenales. 

Con frecuencia se ha hecho mal uso de las reivindicaciones universalistas de justicia dirigidas a restringir las simples afirmaciones de poder, desde las revoluciones estadounidense y francesa que las proclamaron por primera vez hasta el día de hoy. Carl Schmitt no estaba equivocado en eso. Él llegó a la conclusión de que las apropiaciones de poder sin más adornos como las que hicieron los nazis no solamente eran legales, sino también legítimas. Puede pensarse que no hay nada que hacer al respecto. O bien ponerse a trabajar para reducir la distancia que separa los ideales de justicia de las realidades del poder.

Si bien Foucault tal vez aportara algo a nuestra forma de entender el poder en el mundo moderno, mi argumento es que ni él ni Schmitt promovieron una nueva visión sobre las relaciones entre justicia y poder. En su formulación más simple, sus opiniones se remontan a los sofistas: las reclamaciones de justicia se despliegan para disfrazar intereses impulsados por el poder. Es un retroceso a un mundo en el que la fuerza «o, para el caso, el poder— determina lo correcto, lo cual equivale a no tener ningún concepto de lo correcto en absoluto. Debido a que las demandas de justicia se han utilizado con frecuencia para ocultar tomas de poder, la línea entre poder y justicia se ignora cada vez más. Dadas dos explicaciones igualmente creíbles de la conducta humana, nos inclinamos a converger con la peor. Cuanto más te hayan mentido, más fácil es sospechar que detrás de todo lo que te dicen hay manipulación. Las consecuencias del imperialismo británico y la hegemonía estadounidenses siguen aún lo bastante presentes para que la crítica de Schmitt suene verdadera. En la actualidad, la mayoría asume que promover los propios intereses über alles («por encima de todo») y disfrazarlos con una retórica moral simplemente está en la naturaleza humana. 

Si se pide un argumento, se obtiene la historia por respuesta. Y a la historia no le faltan ejemplos de luchas de poder envueltas en elegantes ropajes. Foucault y Schmitt muestran cuántos de estos ropajes son ilusorios. Pero incluso todo un regimiento de emperadores desnudos solamente serviría como muestra de sus desalentadoras afirmaciones sobre la naturaleza humana y sus posibilidades; en ningún caso constituirían una prueba. 

[...] Entonces apareció la psicología evolutiva, que no aparentaba limitarse a ser una filosofía más. Parecía ciencia pura, y pretendía penetrar en la esencia de nuestros prealfabetizados ancestros cazadores y recolectores, demasiado primitivos para formular racionalizaciones que describieran su conducta, o al menos para ponerlas por escrito. A partir de estas indemostrables especulaciones sobre lo que (tal vez) habría llevado a los eres humanos a actuar (en ese entorno), los psicólogos evolutivos concluyeron que toda conducta humana está impulsada por el interés en maximizar nuestras posibilidades de reproducción: cualquiera que hacemos está motivada por el deseo de perpetuarnos.

La historiadora de la ciencia Erika Milam nos enseña que esa teoría fue en su origen considerada un avance respecto a las principales teorías evolutivas de décadas anteriores. Los científicos sociales no habían conseguido explicar la violencia humana durante la Guerra Fría, lo que llevó a algunos investigadores a acudir a la biología. Estos presentaron lo que se conoció como «teoría del simio asesino», que sostenía que los humanos se distinguen de otros primates por una mayor tendencia a la agresión, y que esta es la fuerza motriz que impulsó la evolución humana. Dicha visión se popularizó a través varios  de gran éxito, así como películas de Hollywood, pero pronto empezó a recibir críticas debido a su falta de pruebas. Edward O. Wilson, el padre fundador de la sociobiología, dio la vuelta a la premisa en la que se basaba la teoría del simio asesino. Si sus defensores se preguntaban cómo las criaturas evolucionaron desde un pasado relativamente pacífico hasta la violencia universalizada de la historia reciente, los sociobiólogos comenzaron por aceptar sus conclusiones y asumir que los seres humanos siempre habían sido agresivos y competitivos. 

Wendy Brown (Tiempos nihilistas)

 Resistiendo la polarización

[...] Tal es la situación a la que Weber cree que nos enfrentamos, una consecuencia del destronamiento de la autoridad religiosa y de los misterios de la naturaleza por la ciencia. Esta no puede reemplazar los relatos religiosos y teológicos del orden y el sentido que destruye. El intento de hacerlo, más que meramente equivocado, es en sí mismo un peligro efecto nihilista: los vacíos que se abren en un mundo radicalmente desacralizado crean una demanda, dice Weber, de profetas y demagogos por doquier, y de ideas que emocionen e inciten. Las fuerzas que pertenecen al ámbito eclesiástico y político pasan a formar parte de la fuerza destructiva del nihilismo, en la que, tal y como Weber formula, los «valores últimos y más sublimes han desaparecido de la vida pública», y la teología, con su ineludible «supuesto de que el mundo ha de tener un sentido», está acabada. Esta fuerza nihilista y las exigencias que surgen de ella son una parte importante de lo que Weber aborda en esta conferencia.

Sin embargo, a Weber no solo le preocupan estas fuerzas histórico-mundiales, sino también las actitudes que se profesan hacia ellas y los malentendidos que suscitan. En la ciencia como vocación y en sus ensayos anteriores sobre el método, a partir de los cuales se construye gran parte del argumento de la conferencia. Weber está en guerra. Está en guerra contra Marx y Nietzsche por el alma de las ciencias sociales, impugnando lo que considera la falsa ciencia llena de normas de Marx y la anticiencia de Nietzsche. Está en guerra con los románticos que fetichizan lo irracional y hacen de la vida cotidiana o la «autenticidad» una nueva religión. Está en guerra con colegas que promueven el nacionalismo alemán desde sus podios académicos, con colegas positivistas del valor y colegas sindicalistas. Los nacionalistas convierten la universidad en «un seminario sacerdotal, solo que sin poder conferir la dignidad religiosa propia de este». Los positivistas cometen un error fundamental rechazando el dictado kantiano de someterlo todo al escrutinio crítico, eludiendo la dimensión interpretativa de la comprensión de la acción y de los valores y cosificano las coordenadas y normas del presente. Los sindicalistas desdeñan la objetividad y explotan el poder del podio académico en el marco manifiestamente desigual de las aulas. Weber está en guerra con los que creen que la verdad reside en equilibrar o alcanzar un compromiso entre dos puntos de vista opuestos, una técnica apropiada para la política pero no para la ciencia, ya que cuando se infiltra en esta última, relativiza la facticidad y trivaliza del visiones últimas del mundo, ambas expresiones del nihilismo. Está en guerra contra quienes someten la diversidad de puntos de vista a la competencia, una técnica propia de los mercados pero no de la ciencia, y que cuando se infiltra en ella no hace sino indicar la invasión de la universidad por los valores mercantiles. Está en guerra con quienes pretenden que «los hechos hablan por sí mismos», cuando los hechos no hablan en absoluto y, probadamente, esto solo signifique que se están ignorando estratégicamente tanto cuestiones de interpretación como «hechos incómodos», maniobras que también traen a las aulas trucos retóricos propios del debate político. Esta en guerra con quienes creen haber logrado la neutralidad estructurando sus formulaciones históricas o sociológicas en la realpolitik, con la adaptación darwiniana o con las metanarrativas del progreso, cuando cada una de ellas es un resto teológico sin fundamento y por ello inadecuado para la objetividad académica. Está en guerra con los economistas que creen que su ciencia establece la supremacía normativa del capitalismo cuando en realidad no puede hacer más que describir sus mecanismos y dinámicas. Está en guerra con los filósofos y teóricos que creen que pueden evaluar, por no hablar de certificar, la validez de las normas, en lugar de limitarse a analizar sus predicados, lógicas y implicaciones. Y está en guerra con los que creen en la razón trascendental, pues no reconocen ni la ineludibilidad de la hermenéutica ni los distintos modos de racionalidad dentro de los cuales siempre hay irracionalidades. 

Weber está en guerra, pero sabe que sus enemigos no son ni inquebrantables ni intemporales. Entiende, más bien, que la mayor parte de lo que está combatiendo son efectos de las condiciones políticas, epistemológicas y existenciales de su tiempo. Considera que en su época político-moral el valor prolifera y se abarata, a la vez que se va vaciando; una época en la que los juicios de valor se reducen con frecuencia a cuestiones de gusto, en la que aparecen falsos profetas en ausencia de verdaderos, en la que se venera la personalidad en lugar de la integridad y la honestidad y en la que se promulga la libertad como una autorización dentro de órdenes de dominación sin precedentes. En una época que él describió célebremente como la de los «gozantes desprovistos de corazón» y los «especialistas desprovistos de espiritualidad», ni el sentimiento ni el intelecto están a salvo de la racionalización que nos convierte simultáneamente en engranajes de maquinarias económicas e individualistas superficiales. La verdad se ha separado y del valor para residir únicamente en los hechos. Los hechos, a su vez, son infinitos en número y siempre interpretados, una realidad tan humillante como desalentadora que, cuando no se acepta, produce en el ámbito del conocimiento una reacción en forma de polémica, positivismo, sectarismo y milenarismo. El progreso ya no promete el continuo desarrollo de la felicidad, la paz o la verdad; se limita a avances en el conocimiento y en las técnicas que, paradójicamente, generan condiciones para una mayor dominación en lugar de una mayor libertad. A medida que las maquinarias organizativas, tecnológicas, económicas y políticas construidas a partir de estos avances escapan al control humano, se convierten en fuerzas de poder sin derecho que dejan su marca en el mundo. La ruptura de los límites es también un síntoma clave de la época. Nada permanece en su lugar porque, en ausencia de una guía moral y de los principios organizativos garantizados por la tradición, el propio espacio pierde sus coordenadas naturalizadas y su valor. En el ámbito del conocimiento, la mezcla incesante de lo que Weber denomina repetidamente las prácticas «absolutamente heterogéneas» —sobre todo el análisis de los hechos y los juicios de valor que se hacen sobre ellos— degrada cada una de esas prácticas, intensificando el desprecio cínico por los hechos y la verdad al igual que la responsabilidad y los valores. Así, cuando se corroen las fronteras entre la predicación y la enseñanza, entre el entretenimiento y la información o entre la personalidad y la política, crece y se ramifica el nihilismo. La profundidad, la sobriedad, la conciencia histórica y el cuidado de las almas y del mundo dan paso a la superficialidad, la instrumentalización, la excitabilidad, la gratificación personal y el presentismo. 

Weber responde a esta crisis, y a la espiral de confusión y mezcla de elementos que fomenta, estableciendo la célebre distinción de opuestos y una higiene epistemológica y ontológica destinada a distinguir y aislar estos opuestos entre sí. Se trata del binarismo, ya familiar, entre la política y el conocimiento, el aula y la plaza pública, el hecho y el valor, las afirmaciones empíricas y teóricas, las descripciones positivas y los juicios normativos. Al trazar y aplicar estas distinciones, es el mundo mismo, y no solo el método, lo que está para Weber en juego. Si el relativo organicismo de épocas anteriores ha dado paso a la fragmentación y la especialización en el era del capitalismo, o la burocracia y el secularismo, es entonces el orden, anteriormente asegurado por la jerarquía y la autoridad, el que ha dado paso a una vida escindida por la concatenación de valores y dominada por «maquinarias inanimadas». Con el organicismo y la autoridad en retroceso, lo único que queda en pie para asegurar el orden son organizaciones fuertemente impuestas. A pesar de la sensibilidad de Weber hacia lo que él llama el «caos de conexiones de pensamiento y sentimientos de toda índole» y en cualquier época o régimen ideológico, y a pesar de su advertencia a los eruditos para que eviten confundir conceptos y tipologías con la realidad, la superación del nihilismo en la esfera intelectual que propone Weber depende de estrictas distinciones epistemológicas y antológicas. Antes que para establecer pulcritud conceptual, estas distinciones sirven como guardianas. 

Robert D. Kaplan (La mentalidad trágica) Sobres el miedo, el destino y la pesada carga del poder

EL ORDEN: LA NECESIDAD MÁXIMA

[...] Según George Steiner, Goethe «detestaba el desorden» y «prefería la injusticia» porque «la injusticia es momentánea y reparable en tanto que el desorden destruye las mismas posibilidades de progreso humano». Después de todo, añadía Steiner, «basta un Hamlet para condenar un estado de putrefacción». Eso es lo que tratan de ser los intelectuales y los periodistas que arremeten indignados contra las imperfecciones de hasta el más democrático de los Estados democráticos. Y esa indignación es la que protege a las democracias de no caer en la represión en su interior, pese a las concesiones morales que deben realizar en sus relaciones exteriores y que tan pocas simpatías despiertan entre esos mismos intelectuales. El problema, como ese astuto observador de la condición humana que fue Anthony Trollope comprendió en Phineas Finn, es que «protestar contra todos los males habidos» mientras se está libre de responsabilidades administrativas es una situación muy cómoda. Nos pone siempre del lado de la justicia sin necesidad de tomar decisiones difíciles, de manera que nos permite abordar la moral como si de un absoluto inflexible se tratara.

Albert Camus fue una excepción. Él valoraba el orden. En uno de sus más grandes libros, El hombre rebelde, escribió que un «movimiento de rebeldía aparece [...] como una reivindicación de claridad y de unidad. La rebeldía más elemental expresa, paradójicamente, la aspiración al orden». Además «derribado el trono de Dios, el hombre en rebeldía reconocerá que aquella justicia, aquel orden, aquella unidad que buscaba en vano en su condición, ahora le incumbe crearlos con sus propias manos y, de este modo, justificar la caducidad divina». Por sí solo, el derrocamiento de reyes y tiranos no siempre justifica moralmente al rebelde. Derribar una asfixiante dictadura en Oriente Medio no es en sí mismo un acto moral, al menos que se haya desarrollado ya de antemano un plan para instaurar el orden antiguo con otro nuevo que sea más justo o, cuando menos, más benigno. El comunismo se demostró ilegítimo en última instancia porque se esperaba que, tras declarar muerto el orden capitalista, la nueva ideología promoviera y desarrollara su propio universo moral, lo que es evidente que no hizo. En este sentido, la filosofía de Camus se alinea con el arte de gobernar tradicional y se contrapone a la de aquellos intelectuales que suelen hacer una exaltación narcisista de la revuelta, desvinculada del posterior restablecimiento del orden. 

Las tiranías no gobiernan en el vacío. Suelen hacerlo, más bien, a partir de la base de cierto apoyo popular. Esta es una realidad más ajena a la experiencia estadounidense que a la de Camus. Lo que a este le preocupa de verdad es que la rebelión pueda desembocar en tiranías peores aún que las que ya hay. Y, sin embargo, como él mismo admitía también, desde que Prometeo se rebeló contra Zeus en los desiertos de Escitia, la revuelta ha sido una característica distintivamente humana. Está integrada en nuestra condición desde el mismo momento en que existieron las primeras personas esclavas. Los regímenes decadentes y viperinos que se derrocaron en Túnez y Egipto en los comienzos de la Primavera Árabe, caracterizados por obscenos cultos a la personalidad sin apenas esperanza de reforma, despojaban a las personas de su dignidad y, en consecuencia, hacían que se sintieran esclavas. Cada cartel gigante del líder era como un mensaje dirigido a sus súbditos en que les decía que no eran nada. Pero, aunque la rebelión contra la tiranía es natural, erigir un orden nuevo no lo es. El orden no es algo que debamos dar nunca por descontado. Camus dedicó un libro entero a esa constatación. 
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SOLO LOS VIEJOS Y LOS CIEGOS ESTÁN EN POSESIÓN DE LA VERDAD

[...] Cuando una persona llega a la vejez, ya sabe lo que son la decepción y la desilusión, y, por consiguiente, es más probable que encontremos sabiduría en el viejo que en el joven. Se trata de conocerse a uno mismo y su mundo. Recordemos las palabras de otro ruso próximo en espíritu a los antiguos griegos, Alexandr Solzhenitsyn: «Las tribus con un culto a los ancestros han perdurado siglos. Ninguna tribu sobrevivirá mucho tiempo con un culto a los jóvenes». Por eso, los chinos del siglo XXI, beneficiados todavía por los restos de la cultura confuciana oriental y su respeto a la jerarquía y a los mayores, tienen ventaja sobre el Occidente posmoderno, que, con su obsesión narcisista por la juventud, ha dejado de ser descendiente espiritual de los antiguos griegos, originadores de la civilización occidental.

[...] Nadie es más sabio que quienes han sufrido alguna gran catástrofe, entre las que cabe incluir la humillación pública. Los decisores políticos que han fracasado estrepitosamente pueden ser, pues, más genuinamente interesantes —es decir, más hondamente reflexivos sobre sus propias vidas— que quienes, de momento, solo han conocido el éxito. 

[...] Maduramos con los errores. Los errores nos ayudan a ser más temerosos de lo que está por venir. La sabiduría verdadera no es un don envidiable, ni muchos menos.

Tal como Sófocles escribió al final de Edipo Rey

ningún mortal puede considerar a nadie feliz con la mira puesta en el último días hasta que llegue al término de su vida sin haber sufrido nada doloroso.

Y este vuelve a ser Sófocles, ahora en Áyax:

[N]nuca digas tú mismo una palabra arrogante contra los dioses ni te vanaglories si estás por encima del alguien o por la fuerza o por la importancia de tus riquezas. Que un solo día abate y, otra vez, eleva todas las cosas de los hombres. Los dioses aman a los prudentes [...].

En definitiva, nunca oses decir de un hombre que es afortunado si no se ha muerto todavía. Ese es el famoso consejo que Solón ofrece al acaudalado rey Creso de Lidia, quien terminará conociendo de primera mano la amarga verdad de dicha profecía. El miedo constante a lo que puede aguardarnos a la vuelta de la esquina es la piedra angular de la humildad; reduce el riesgo de catástrofes. El miedo nos permite reconocer que rara vez tenemos que escoger entre el bien y el mal; eso sería demasiado fácil. Las decisiones cruciales son, por su propia naturaleza, decisiones difíciles y suelen obligarnos a escoger un bien a costa de otro (o un mal en vez de otro). En el miedo está la seguridad. El crítico literario Lionel Trilling dijo una vez sobre el poeta Robert Frost que, como Sófocles, Frost era muy estimado porque «sabía dejar en claro las cosas terribles» y, con ello, procuraba consuelo a quienes lo leían. 

Capitán Bitcoin (Disidencia activa) Manual contra la dictadura progre

 a) Contenido de la Agenda 2030

"Un impuesto a los ricos del 6% no es suficiente, ¿qué tal un 90%?"
—THOMAS PIKETTY

Pasemos a desgranar ahora su contenido, a analizar la motivación de la nueva agenda global de las élites, a tratar de concretar como resolverá las previsibles resistencias a su ejecución, y pensemos en como protegernos a nivel individual y como sociedad.

Las élites, así como en otras épocas de la historia no hubieran compartido nunca sus planes de una forma tan clara, esta vez han puesto a disposición de la masa el futuro que tienen pensado para ella. Tal es su control sobre ella o tan débil es la capacidad crítica y de reacción de las poblaciones. Para entender este futuro nada mejor que acercarnos al corto video que publicó el Foro de Davos y que expone en síntesis lo que pretende la Agenda. Pasemos a desgranar sus ideas clave.

En primer lugar se nos habla en su propaganda de que no poseeremos nada y seremos felices. Así pues, los impuestos de todo tipo es previsible que aumenten todavía más. Las confiscaciones en beneficio del colectivo se facilitarán y los impuestos al trabajo, a la propiedad y a las sucesiones que puedan dejar los padres a sus hijos serán devorados por los Estados. Dado que la propiedad privada sufrirá un maltrato de este nivel, el número de personas en alquiler aumentará notablemente. Ya no tendremos, alquilaremos, y esto no será impedimento para que seamos felices. Ya te puedes imaginar la profundización en el grado de ingeniería social que hará falta para ello.

En segundo lugar, se nos adelanta que el papel protagonista y líder de EEUU pasará a segundo plano. Dejará de ser la potencia que salvaguarde los valores que exporta Occidente al resto del mundo, y en su lugar este espacio lo ocupará "un conjunto de naciones" que no llega a precisar. Entendemos que China estará entre ellas sin lugar a dudas, dado su papel activo e implicación en la ruta planificadora global.

En tercer lugar se dice que ya no necesitaremos consumir tanta carne como actualmente. Esto lo haremos ahora de forma mucho más esporádica para no acabar con el planeta Tierra. Nos impondrán un vegetarismo flexible con la proteína animal como alimento secundario o con sucedáneos variopintos. Lo justifican diciendo que esto es mucho mejor para nuestra salud (algún estudio, quizá subvencionado por ellos mismos, dirá que la carne roja es mala), y, como no, por la salud del planeta y el bien común, debemos dejar de consumirla.

En cuarto lugar se nos adelanta que se avecina un movimiento inmigratorio masivo que desplazará de los lugares menos desarrollados a Occidente a más de 1.000 millones de personas. Este movimiento de personas con una cultura tan diferente a nuestra visión de como deben ser las relaciones humanas y la sociedad, nos augura un cambio importante en nuestras naciones. Quizás hasta niveles imposibles de imaginar a día de hoy en la tranquilidad de nuestros hogares. Recordemos de nuevo al Imperio Romano y la invasión bárbara que sufrió.

En quinto lugar nos anuncian cambios económicos de enorme trascendencia (del petróleo a las renovables). Las teorías climáticas se impondrán, alcanzando con toda seguridad un estatus de religión incuestionable, y la tesis de que el hombre es el culpable de toda variación o desastre natural estará asegurada. Cuestionar el dogma será motivo de conflicto y de estigma social (ya emplean para conseguirlo el término "negacionista", equiparando a los que dudan como los insensatos que negaban el exterminio de los nazis y los judíos).

Y para finalizar se nos dice que los valores occidentales se verán sometidos a una presión desmesurada. Lógico después de todo lo visto, ya que con China como nuevo lider del mundo, con una presión fiscal brutal sobre los europeos, con excusas climáticas y con corrientes migratorias de culturas medievales que acaben en el interior de las naciones occidentales, lo único que puede pasar es que los valores occidentales cedan ante la barbarie. Tal vez eso ocurra tras un previo conflicto, revueltas sociales y mayores niveles de violencia.

El mundo que parecen adelantarnos las élites no es muy acogedor ni arroja una esperanza de mejora. Es crudo y realista, como probablemente suceda. No en vano son los artífices y planificadores mejor informados que pueda haber. Entendemos que será un lugar con los niveles de libertad en mínimos, donde la propiedad privada pasará a menos estatales o de corporaciones con mucha más facilidad, donde los principios de la cultura occidental que tanto bien han hecho al mundo se desdibujarán, y donde el control de las naciones (o del gran gobierno único pretendido), sobre los ciudadanos alcance niveles nunca visto anteriormente, ni siquiera en los estados más totalitarios que ha conocido la humanidad. Y lo peor es que la ingeniería social serán tan potente y tan bien implementada que pese a todo ello "seremos felices".

De manera sencilla. Los contribuyentes occidentales deben estar listos para ser despojados de un mayor porcentaje de su riqueza, que podrá ser redistribuida internacionalmente porque el gobierno reduce sus propios ahorros. Y los que sin duda saldrán beneficiados de todo esto son las corporaciones, las élites político financieras y los gánsteres económico (EHM), que definía muy bien el economista y escritor John Perkins. En sus propias palabras: "los EHM son profesionales generosamente pagados que estafan billones de dólares a países de todo el mundo. Canalizan el dinero del banco Mundial, de la Agencia Internacional para el desarrollo (USAID) y de otras organizaciones internacionales de «ayuda» hacia las arcas de las grandes corporaciones y los bolsillos del puñado de familias ricas que controlan los recursos naturales del planeta. Entre sus instrumentos figuran los dictámenes financieros fraudulentos, las elecciones amañadas, los sobornos, las extorsiones, las trampas sexuales y el asesinato. Ese juego es tan antiguo como los imperios, pero adquiere nuevas y terroríficas dimensiones en nuestra era de la globalización. Yo lo sé bien, porque yo he sido un gánster económico".

Así pues, no debería sonarte muy bien que te engañen con el asunto climático para embolsarse lo que no les corresponde, manipular a la masa, planificar su futuro, y conquistar nuevos niveles de poder y control. Pero hay millones de estafados climáticos que están encantados con la Agenda globalista tras la masiva propaganda desplegada durante los últimos años.

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