Daniele Giglioli (Crítica de la víctima)

La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derechos, de autoestima.  Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable, o responder de algo? La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece. En la víctima se articulan carencia y reivindicación, debilidad y pretensión, deseo de tener y deseo de ser. No somos lo que hacemos, sino lo que hemos padecido, lo que podemos perder, lo que nos han quitado.

Es una palinodia de la modernidad, caracterizada por sus onerosos preceptos: ¡anda erguido, abandona la minoría de edad! (lo cual rige para todos; véase Kant, Qué es la Ilustración, 1784). Con la víctima rige más bien el lema contrario: en efecto, la minoría de edad, la pasividad y la impotencia son cosas buenas, y tanto peor para quien actúe. Si el criterio para distinguir lo justo de los injusto es necesariamente ambiguo, quien está con la víctima no se equivoca nunca. En una época en la que todas las identidades se hallan en crisis, o son manifiestamente postizas, ser víctima da lugar a un suplemento de sí mismo.

Solo en la forma hueca de la víctima encontramos hoy una imagen verosímil, aunque invertida, de la plenitud a la que aspiramos, una <<máquina mitológica>> que, a partir del centro vacío de una falta, carencia o ausencia, genera incesantemente un repertorio de figuras capaz de satisfacer una necesidad que tiene su origen precisamente en ese vacío. Lo indeseado se torna deseable. 

Pero, como ha explicado Furio Jesi, quien controla una máquina mitológica tiene en su mano la palanca del poder. La ideología victimista es hoy el primer disfraz de las razones de los fuertes, como vemos en la fábula de Fedro: <<Superior stabat lupus...>>. Si solo tiene valor la víctima, si esta solo es un valor, la posibilidad de declararse tal es una casamata, un fortín, una posición estratégica para ser ocupada a toda costa. La víctima es irresponsable, no responde de nada, no tiene necesidad de justificarse: es el suelo de cualquier tipo de poder. En su erigirse como una identidad indiscutida, absoluta, en su reducir el ser a una propiedad que nada pueda disputarle, realiza paródicamente la promesa imposible del individualismo propietario. No en vano es objeto de guerras, so pretexto de establecer quién es más víctima, quién lo ha sido antes y quién durante más tiempo. Las guerras necesitan de ejércitos, y los ejércitos de jefes. La víctima general liderazgo. ¿Quién habla en su nombre, quién tiene derecho a hacerlo, quién la representa, quién transforma la impotencia en poder? ¿Puede realmente hablar el subalterno? se preguntó Gayatri Spivak en un ensayo famoso. El subalterno que sube a la tribuna en nombre de sus semejantes, ¿Sigue siendo tal o ha pasado ya a la otra parte?

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Inalienable

En primer lugar, la víctima promete identidad. Es algo real, es cierta, tiene un origen, unos documentos, se funda en un acontecimiento, es demostrable. Interpela con seguridad y autoridad. ¿Quién soy? Una víctima, algo que no puede negarse y que nadie podría quitarme nunca. Encuadra al ser con el perfil de tener, reduce al sujeto a portador de propiedades (que no de acciones), le pide seguir siendo, dolorosa pero orgullosamente lo que es. No pretende transformaciones, renuncias, sacrificios. El sacrificio ya se ha producido, no se necesitan más. Ya hemos dado, ahora nos espera descansar de nosotros mismos. Objetivo deseable para quien cree que no se puede cambiar, sobre todo si unas agencias potentes tienen interés en confirmar este escepticismo, es decir, dejar el mundo tal y como está, es decir, de nuevo, en sus manos. La condición de víctima castra la egency en todos los sentidos del término. La víctima real es tal porque es impotente. La víctima imaginaria motiva con eso su impotencia y, si no es impotente, su aspiración a seguir siendo lo que es por derecho propio: un propietario inalienable.

Inalienable o, si se quiere también, espectral, fantasmático. Los derechos inalienables no existen in natura, son prestaciones de la polis, como había comprendido bien, antes que nadie, Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo:  nada más abstracto que los derechos humanos, que no en balde emergen como problemas solo en el momento en que son negados los derechos políticos, porque son estos los que fundan aquellos, y no al revés. Pero la espectralidad es plástica, adaptable, ausente de verificaciones, hasta el punto de que sabotea la pertenencia de la barrera, de por sí ya porosa, entre victimización real y victimización imaginaria. ¿No explica el psicoanálisis que precisamente eso de lo que más nos enorgullecemos, eso que creemos más nuestro, más cierto, más auténtico, nuestro Yo, es en realidad fruto de un reflejo, de una proyección (así como de la rivalidad y de la aversión: la fase del espejo, el cual es eso que se comporta como yo), en una palabra, lo más imaginario que haber pueda?

Solo un largo periodo de 30 años de ideología individualista sin oposición podía conferir al concepto de identidad el énfasis del que se ha beneficiado, consiguiendo incluso hacerlo penetrar en las ciudadelas de un pensamiento que se pretendería crítico: milagros de la hegemonía. Basta para comprobarlo la fortuna de la que gozan en la academia anglosajona los departamentos pensados para grupos sociales golpeados por algún estigma [...]

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