Alberto Royo (La sociedad gaseosa)

Introducción

Zygmunt Bauman habló de la «modernidad líquida» para referirse a la disolución de principios que creíamos estables y robustos, los de una ¿vieja? sociedad que cada vez reconocemos menos en la actual. Antonio Muñoz Molina, escribió sobre lo que antes era (o aparentaba ser) «sólido». La misma cultura ha dejado de ser un conjunto consolidado de saberes para pasar a rendirse a la fugacidad y, finalmente, a la vaporosidad. La inmediatez, la búsqueda de la rentabilidad, la falta de exigencia y autoexigencia, el desprecio de la tradición, la obsesión innovadora, el consumismo, la educación placebo, el arrinconamiento de las humanidades y de la filosofía, la autoayuda, la mediocridad asumida y la ignorancia satisfecha hacen tambalearse aquello que pensábamos que era consistente. Heidegger criticaba la existencia banal, caracterizada por la falsa curiosidad (el afán de novedad que impide profundizar en nada, la charlatanería (hablar de las cosas sin comprenderlas), y la ambigüedad (no saber qué se comprende y qué no). Todo surge, se propaga, se vende, se compra, se usa tan rápido como se esfuma. Incluso nuestras propias certidumbres parecen debilitarse ante la imposición interna y externa de medias tintas que eviten posicionamientos que puedan ser mal interpretados y colocarnos en una situación comprometida. La necesidad y la riqueza del matiz no pueden, sin embargo, exculparnos de la imprescindible toma de postura ante lo que nos rodea. Sin criterio, sin razonamiento, sin ambición ética, sin capacidad crítica y sin aspiración a la virtud nos encontramos ante la pura superficialidad, ante la absoluta ramplonería. Nos refugiamos unas veces en el cinismo, otras en el nihilismo (Gianni Vattino, se refirió al «nihilismo débil» liviano, que, habiendo vivido «hasta el fondo la experiencia de la disolución del ser», no tiene «ni añoranza por las antiguas certezas ni deseo de nuevas totalidades»), en la moralidad o en el relativismo pragmático. Lo hacemos por comodidad, por afán de consuelo, en una sociedad en la que reina lo vacío, lo intrascendente, lo voluble, lo trivial. Una sociedad gaseosa. El filósofo Michel Onfray relacionó el ascenso contemporáneo de la xenofobia y el antisemistismo (de la barbarie, por lo tanto) con «la miseria, la pobreza, la pauperización, el dominio del liberalismo, sin cortapisas, la negación de la dignidad de los pueblos, la humillación de millones de personas por la globalización, el reinado absoluto del dinero, la impunidad de los poderosos cuando son delincuentes, el embrutecimiento de los pueblos transformados en populacho por los medios de comunicación, el adoctrinamiento ideológico con la televisión como droga adictiva, el cinismo de quienes nos gobiernan, el desprecio por la cultura sustituida por la diversión de baja calidad, la contaminación de todas las cosas por el mercado, que impone su ley». Nos creemos más en contacto que nunca los unos con los otros, más comprometidos y concienciados. Pensamos que nuestra opinión es tan válida como la de cualquiera (si no más). Creemos que somos más listos y más sabios de lo que nadie ha sido. Pero solo hemos ganado en afán exhibicionista, en narcisismo y en opinionismo histérico. Estamos lejos de aspirar a la auténtica conversación, al «placer del diálogo inteligente» al que aludía el poeta Pedro Salinas, «más allá del cotilleo, la discusión o la charla de bar», como explicó Theodore Zeldin. Es muy significativa la deriva del discurso lamentario en los últimos tiempos: retórica paulocoelhiana y discursos ñoños revestidos de indignación o de condescendencia, pero con un mensaje tan insustancial como incapaz de recurrir en las formas a la ironía más elemental; torpemente ofensivo (o hipócritamente defensivo), más propio de Twitter que del lugar destinado a parlamentar. Hace falta recuperar una cierta densidad, una profundidad que no es posible sin tener algunas convicciones, sin una mínima independencia de criterio, sin libre pensamiento, sin rigor intelectual. Para poder (vuelvo a Zeldin) «descubrir cómo ven el mundo los demás», para «saber qué les importa a ellos y qué es importante» para nosotros necesitamos recuperar convicciones. Sin ellas, no tendremos nada que aportar a los demás ni estaremos en disposición de recibir nada de ellos. Decía Iñaki Gabilondo en un encuentro entre periodistas en la librería La Central de Callao, en Madrid, que lo primero que escasea tras una inundación es el agua potable y, «tras una inundación informativa, la información veras». Por eso hace bien Jordi Nadal, director de Plataforma, en insistir tanto en la transcendencia del maestro, como la del periodista, como la del buen editor, a la hora de «filtrar, jerarquizar y explicar». Si entendemos que a través de la buena educación, del buen periodismo, de los buenos libros podemos mejorar la sociedad, bien haremos en protegerla de esta posmodernidad delicuescente y asirnos a un soporte firme que garantice que el modelo escogido será eficaz para cumplir con esta aspiración. Y para ello los profesores tendremos que enseñar y no entretener, impartir clase con el entusiasmo de quien ama el conocimiento, pero también con la seriedad de quien está convencido de su valor, con esa seriedad de la que hablaba George Steiner cuando definía «enseñar» como «poner las manos en lo que tiene de más vital un ser humano». 

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