Mark Lilla (El regreso liberal) Más allá de la política de identidad

DEL «NOSOTROS» AL «MÍ»

Entre lo más memorables eslóganes románticos de la década de 1960 está «Lo personal es político». Expresa un sentimiento que surge de que los románticos siempre han visto como la necesidad urgente de reconciliar el ser y el mundo y de lo que los antirrománticos entienden como una incapacidad adolescente para vivir con la diferencia. Estados Unidos siempre ha sido un terreno fértil para los románticos, aunque, durante los primeros doscientos años de su existencia, tendió a gravitar hacia la poesía o hacia lo evangélico, fuera del tipo cristiano o emersoniano. El romanticismo político que había enturbiado la política europea desde la Revolución francesa, era difícil de encontrar. (Sin duda, esa es la razón por la que en Europa tenemos la reputación, totalmente falsa de base, de ser un pueblo pragmático.) Su repentino brote a principios de los años sesenta era totalmente inédito. 

[...]   El romanticismo político es fácil de ver, pero difícil de definir. Es más un estado de ánimo que un conjunto de ideas, una sensibilidad que colorea la forma en que la gente piensa sobre sí misma y sobre su relación con la sociedad. Los románticos contemplan la sociedad como algo dudoso, como un sacrificio impuesto que aliena al ser individual de sí mismo, trazando líneas arbitrarias, creando cercados y obligándonos a meternos en disfraces que nosotros no hemos hecho. («En todas partes la sociedad está conspirando contra la virilidad de cada uno de sus miembros», escribió el tedioso Emerson). Hace que olvidemos quiénes somos y nos inhibe a la hora de explorar aquello en lo que nos podríamos convertir. Lo que buscan los románticos es más difícil de definir o de articular. Sus nombres son legión: «autenticidad», «transparencia», «espontaneidad», «plenitud», «liberación». Que el mundo sea uno. Y, cuando el mundo rechaza educadamente esta oferta, el romántico queda desgarrado entre impulsos opuestos. Está el impulso de huir para seguir siendo un ser auténtico y autónomo; y el impulso de transformar la sociedad de manera que parezca una extensión del ser. El romántico quiere crear un mundo en el que poseerá una identidad totalmente integrada y sin conflicto, en donde las respuestas a las preguntas: «¿Quién soy yo?« y «¿Qué somos?» sean la misma. 

Cuando esta sensibilidad romántica tomó forma política a principios de los años sesenta, los liberales y los socialistas más viejos no podían entender de ninguna manera de qué hablaban los jóvenes. Los derechos civiles, la guerra de Vietnam, el desarme, la pobreza, el colonialismo: esos eran asuntos políticos, por lo que, sin duda, merecía la pena protestar. Pero ¿por qué todo tenía que ver con faltar al respeto a los padres, tomar drogas, escuchar música alta, el amor libre, el vegetarianismo y el misticismo oriental? Sí, el capitalismo era el enemigo del pueblo. Pero ¿era el peine el enemigo del alma? Para una época anterior, la retórica de la época era un guiso espantoso que combinaba lo personal, lo cultural y lo político. 

[...] Para los jóvenes seducidos por la nueva izquierda tenía sentido porque, como saben los románticos, todo está relacionado. Tenía sentido que no hubiera objetivos estrictamente políticos divorciados de las luchas por la libertad, por la justicia y por la autenticidad en todos los aspectos de nuestras vidas: las relaciones sexuales, la familia, las reuniones, las escuelas, la tienda. Y en todo el mundo. La opresión era polimorfa y la resistencia también debía serlo. Por eso ir a una manifestación contra la guerra del Vietnam por la mañana, trabajar en una cooperativa alimentaria al mediodía, asistir a un taller feminista por la tarde y después acampar al aire libre para liberar mi alma era completamente coherente. Se trataba de política del tipo más elevado y urgente. ¿Qué eran, en comparación, las elecciones al Congreso a mitad del mandato?

La nueva izquierda interpretó originalmente el eslogan «Lo personal es político» de una manera algo marxista: todo lo que parece personal es, en realidad, político, no existen esferas de la vida exentas de la lucha por el poder. Eso es lo que forjaba simpatizantes tan radicales y electrizantes y lo que aterrorizaba a todos los demás. Pero también se podía interpretar la frase en sentido opuesto: que lo que consideramos acción política no es sino una actividad personal, una expresión de mí y de cómo me defino. Como diríamos hoy, es un reflejo de mi identidad. Al principio, la tensión entre las dos interpretaciones del eslogan no era evidente para aquellos impulsados por las pasiones del momento. «El aborto legal, la igualdad salarial y la educación infantil me afectan personalmente como mujer, pero también afectan a todas las demás mujeres. Esto no es narcisismo; es necesidad». Aun así, con el tiempo la tensión resultó demasiado evidente y arruinó las perspectivas a corto plazo de la nueva izquierda y, al final, también las del liberalismo estadounidense. 

La nueva izquierda quedó desgarrada por todas las dinámicas intelectuales y personales que asaltan a las izquierdas más una: la identidad. Las divisiones raciales no tardaron en aparecer. Los negros se quejaban de que la mayoría de los líderes eran blancos, lo que resultaba cierto. Las feministas se quejaban del hecho de que la mayoría eran hombres, lo que también era cierto. Pronto las mujeres negras se quejaban tanto del sexismo de los hombres negros radicales como del racismo implícito de las feministas blancas, que, a su vez, eran criticadas por lesbianas que las acusaban de asumir que «lo natural« era la familia heterosexual. Lo que todos esos grupos buscaban en la política era algo más que la justicia social y el final de la guerra, aunque también querían eso. Además, deseaban que no hubiera espacio entre lo que sentían en su interior y lo que hacían en el mundo. Querían sentirse unidos a los movimientos políticos que reflejaban cómo se entendían y definían a sí mismos como individuos. Y deseaban que se reconociera su autodefinición. El movimiento socialista no había prometido ni entregado ningún reconocimiento: dividía el mundo entre capitalistas y explotadores y trabajadores explotados de cualquier origen. Tampoco lo había hecho el liberalismo de la Guerra Fría, que defendía la igualdad de derechos y la igualdad de amparo social para todos. Y, sin duda, no llegaba ningún reconocimiento de identidad personal o de grupo desde el Partido Demócrata, que en esa época dominaban racistas segregacionistas y sindicalistas blancos de cuestionable rectitud.

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