Stefan Zweig (Clarissa)

[...] —Escúcheme hija mía, y crea lo que le digo. No se deje llevar por el miedo. Insisto en que estoy dispuesto a ayudarla, pero no quiero ayudarla a hacer algo en su contra por pura precipitación, porque al cabo de los años no se lo perdonaría, ni tampoco me lo perdonaría a mí. ¿Sabe una cosa? Todo esto sería más sencillo si usted fuera distinta, si hubiera sufrido un momento de debilidad debido al alcohol, a la soledad o a un arrebato de feminidad. Pero en su caso me resulta inconcebible. Al menos que él la utilizara. Todo sería distinto si se hubiera entregado a un hombre cualquiera en un momento de confusión. Pero la conozco, y sé que es una persona con las ideas claras. Sé que no se dejó llevar por la pasión ni fue enamoramiento fugaz. Tengo que dar por sentado que se entregó libremente y con pleno conocimiento de su voluntad interior.
—Clarissa lo miró serenamente.
—En este caso, en cierto modo se comprometió. Usted quería ese niño: lo deseaba inconscientemente. No conozco las circunstancias, ni quiero conocerlas. No sé si él es un hombre irreflexivo, si fue un capricho por su parte o consecuencia de la embriaguez. Pero usted sí sabía lo que hacia. ¡No lo lamente ahora! Si entonces encontró el coraje para ser sincera consigo misma, tiene que volver a encontrarlo ahora. Es una mujer valiente, ¿de qué tiene miedo?
Clarissa volvió a agachar la cabeza.
—No voy a explicarle toda la historia. Es terriblemente difícil. Si fui valiente en un momento determinado, tengo que seguir siéndolo, sólo depende de mí. Pero tendré que esconderme en el hospital.
—¿Y tan insoportable le resultaría?
—No lo digo por mí, pienso en mi padre. No puedo hacerle eso. Ha perdido a su hijo, no le que nada más que su honor. Para él, eso lo es todo. Si yo... Sería una atrocidad. Creo que no sobreviviría.
—Piensa en su padre... porque tiene un derecho sobre usted. Si eso es lo que siente, no voy a manifestarme en contra de su voluntad. Cada uno sabe lo que tiene que hacer.
—¿Cuántos años tiene su padre?
—Sesenta y ocho.
—Y usted tiene veintiuno. Nosotros los viejos, ya no contamos para nada. A su padre le quedan cinco o diez años. Y usted tiene toda la vida por delante y al niño. ¡Piénseselo! Quiere privarse de algo. Y yo me pregunto: ¿tiene derecho a hacerlo? Ese niño tiene un padre. ¿Le ha preguntado...? Quizá no haya podido hablar con él. ¿Cómo cree que actuaría él en su lugar?
Clarisa lo miró. Estaba segura de que él se alegraría. Se había distanciado de su mujer porque ella no quería tener hijos. Empezó a temblar y rompió a llorar, abrumada por la situación.
Conmovido, el doctor Silberstein, se acercó a ella y le tomó la mano.
—No quiero atormentarla. Creo... creo que la comprendo. Me siento... me siento más identificado que nunca con su padre, porque ha perdido a su hijo. El mío está en el frente. En eso pienso; su vida no me resulta indiferente, no sé... no sé que haría. Piense en ese hombre. Sólo en él. Lo de su padre es difícil..., es un general, ¿verdad? Para él sería terrible, no lo niego. Incluso yo... si mi hija viniera... Todos tenemos compromisos. Yo también me sentiría avergonzado... y no me atrevería a salir a la calle. Ya lo ve, no estoy disimulando, ni finjo ser mejor de lo que soy. Sé que me comportaría como un cobarde. No soy tan valiente como usted, no quiero engañarla. Pero escúcheme con atención; como hombre mayor, he visto y vivido toda clase de situaciones a lo largo de mi vida. Sé que mis palabras le hacen daño... y le pido disculpas. No quiero explicarle historias... no lo negaré..., pero no puede presentarse ante él y decirle que... 
No lo entendería.
—Me sentiría muy miserable.
—Tiene razón. No debo hacerlo, no debe hacérselo. Él merece cierta consideración. Eso... eso sería un crimen. Y ahora le pido que reflexione con calma: ¿cree que su padre debe saberlo?
Clarissa levantó la mirada en un gesto involuntario. Él le acarició las manos.
—No le estoy hablando como si fuera mi propia hija. Me ha pedido ayuda. Soy médico. Los médicos somos observadores. Cuando ha entrado, he notado que estaba pálida, pero nada más. Nunca... nunca se me habría ocurrido que... Y créame si le digo que aún pasará un tiempo antes de que alguien pueda notarlo. De momento, nadie sospechará nada, y muchos menos con el uniforme de enfermera. Al fin y al cabo, no es la primera vez que una mujer da a luz sin que su familia lo sepa. Las circunstancias juegan a su favor. La situación es caótica, nadie se preocupa por los demás. Para empezar, podría volver al hospital; su padre no sospecharía nada y sus compañeros tampoco. Ni siquiera los médicos. Y luego, cuando empiece a ser difícil ocultarlo, pídase unas vacaciones y deje que yo me ocupe del resto. 

No hay comentarios:

analytics