Oriol Quintana (Filosofía para una vida peor) Brevario del pesimismo filosófico del siglo XX

Unos cuantos millones de cadáveres

LA LITERATURA DE AUTOAYUDA, ¿UNA ANOMALÍA HISTÓRICA?

Todo libro de autoayuda parte siempre de una premisa básica: uno puede mejorar.  La vida, ciertamente, está llena de obstáculos, pero se puede triunfar sobre ellos. En realidad, no existen las dificultades, existen los retos. Desde el Usted puede sanar su vida hasta los esfuerzos por Un mundo sin quejas, una riada casi infinita de títulos pretenden calmar nuestra angustia vital a base de inundar de títulos cada rincón de la existencia con un recacitante optimismo. Este dice que alguna fuerza cósmica empuja las cosas hacia lo mejor, y que el individuo sufriente e inseguro le bastaría con dejarse llevar por esas fuerzas benevolentes para salir de su situación.

Recalcitrante es el abjetivo justo. La doctrina que dice que todo está providencialmente dispuesto para que el bien triunfe debería haberse extinguido hacia finales del siglo XX, justo cuando los regímenes dictatoriales del este de Europa comenzaron a desmoronarse de manera casi incruenta: morían de puro cansancio, porque su inercia se había agotado. ¿Quién iba a tener ganas de encabezar una revolución por un futuro mejor, cuando justamente por este eslogan y otros imilares se instaló una presión escandalosa y duradera? Lo cierto es que se celebró el fin de las dictaduras con cierto alivio pero sin mucha alharaca. Si uno presta atención al repasar los vídeos de la época, verá cómo los martillazos que la gente propinaba al muro de Berlín en el año 1989 se daban con cierta desgana. Faltaba la ira, la furia, la dterminación del que cree que está salvando al mundo, que abre el camino de la libertad y deja por fin atrás el sufrimiento. Faltaba el empuje de las masas. Pero es que nadie que conociera mínimamente los hechos transcurridos entre 1914 y el mismo año 1989, no digamos lo que directa o inderectamente sufrieron sus consecuencias, podría creer que las cosas, algún día, llegarían a estar bien.

Y es que incluso una mirada superficial, estadística, a la historia del siglo XX revela que los niveles de sufrimiento y las pérdidas de vidas humanas que se dieron a lo largo del siglo son de tal dimensión que casi constituyen un novum histórico. Es evidente que el siglo XX no inventó la guerra ni la tortura, pero sí es cierto que la cantidad supone una transformación en la calidad, por lo menos, a partir de ciertas cifras astronómicas. Entonces sí estamos ante lo nunca visto. ¿Cuánta gente murió en la Primera Guerra Mundial? Algunas fuentes dicen que en total se llegó a los diecisiete millones de personas, la mayoría de las cuales fueron soldados en el frente. En la Segunda Guerra Mundial, Alemania perdió tres millones de soldados; la URSS, ocho millones. Otros ejercitos, algo menos. Estados Unidos solo trescientos mil; Gran Bretaña, menos de medio millón; Francia, doscientos mil. Y en cuanto a las víctimas civiles, ni que decir tiene que los años de la Segunda Guerra Mundial constituyen un macabro récord imbatible. Los nazis asesinaron alrededor de seis millones de judíos: el número de víctimas civiles del conflicto asciende a catorce millones de personas en solo doce años. Esos años, además, supusieron la resurrección de fenómenos sociales que no se veían desde la Edad Media, como los encarcelamientos sin juicio ni acusación formal, las cazas de brujas y las torturas para extraer falsas confesiones; aunque, de nuevo, a una escala que haría parecer a los antiguos inquisidores como simples aficionados (George Orwell dixit). Por no mencionar las deportaciones forzosas, lo que antes se llamaba el destiero, que, curisosamente, hasta entonces había tenido una especie de aura romántica.

Algunos historiadores se han empeñado en recordar a sus lectores que los tristemente famosos métodos industriales de exterminio, que tanto han impresionado nuestras mentes, en realidad fueron menos usuales que el tradicional método de dejar morir de hambre a los enemigos, largamente practicado en los antiguos asedios de ciudades. Entre Hitler y Stalin mataron de hambre a siete millones de personas, ya fueran civiles que no mostraron el suficiente entusiasmo en las colectivizaciones de tierras, presioneros de guerra, ciudadanos sitiados en los cercos a ciudades o en los guetos. Esto hizo resucitar el canibalismo.

[...] Y a pesar de todo ello, a pesar de los millones de cadáveres, hay una miríada de libros que crecen sobre un humus optimista que no debería existir. ¿Se trata de una anomalía histórica? Lo cierto es que no: hubo otras épocas en que la imposibilidad de diseñar un proyecto histórico optimista era algo patente. Tras el desmebramiento del imperio de Alejandro Magno proliferaron las escuelas de filosofía que proponían una suerte de salvación individual, de las que conocemos el estoicismo y el epicureísmo. Es de estas escuelas la idea según la cual la filosofía debía dedicarse únicamente a la sanación del alma. Un antiguo fragmento atribuido a Epicuro lo afirmaba con rotundidad [Epicúrea,221]:

<<Vana es la palabra de aquel filósofo que no remedia alguna dolencia del hombre. Pues así como ningún beneficio hay en la medicina que no expulsa las enfermedades del cuerpo, tampoco lo hay en la filosofía si no expulsa la dolencia del alma>>.

[...] No es nuestra intención poner en el mismo saco a la literatura de autoayuda y a esa consagradísima escuela filosófica de la antigüedad. Solo queremos señalar cómo ambas surgieron a la sombra de los desastres (los imperios, que construyen y se destruyen siempre con sangre, son invariablemente una forma de desastre). Por lo demás hay muchas diferecias y la más importante es la que los separa como a dos universos lejanos: el antiguo estoicismo quería enseñar a sus seguidores a aceptar su dolor y su condición desgraciada. Los libros de autoayuda, en mayor o menor medida, se empeñan en negar el dolor, en ocultar la condición desgraciada del ser humano y más bien se empeñan en afirmar que siempre se puede mejorar.

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