Patxi Lanceros (El robo del futuro) Fronteras - miedos - crisis


La sociedad en la era de la globalización nos confronta con la complejidad y la movilidad. Con múltiples formas de inestabilidad. No solo con la movilidad de personas, que genera complejidad demográfica: y por ello complejidad cultural de unas ciertas características. También con la movilidad de las opiniones, de las creencias o de las convicciones. 

Quizá el presupuesto de la homogeneidad siempre ha sido un presupuesto falso, un presupuesto cuyo corolario, en la práctica, se ha convertido en imposición violenta. En las actuales circunstancias el derecho ha de garantizar la igualdad en un espacio público decididamente heterogéneo: ese es el reto, ese es el riesgo. Porque la fragmentación cultural del espacio global provoca altas dosis de estrés, al que se precipitan o en el que se agitan tanto las gentes como las instituciones. Y en ese estrés arraigan reacciones fanáticas, sobreactuaciones de toda índole.

Es la tesitura que investiga el sociólogo Zygmunt Bauman —conocido intérprete de los tiempos líquidos que apenas nos sostienen— en un libro que lleva por título Múltiples culturas, una sola humanidad. 

La multiplicidad de culturas produce, no solo según Bauman, la obsesión y la angustia de las fronteras. El panorama que dibuja el sociólogo no es, sin sorpresa, el del paraíso multicultural: las muchas culturas autoaformativas crean paisajes de desconfianza cercados por fronteras. Fronteras que no solo ratifican, conservan o protegen las diferencias, sino que las crean, las refuerzan e interactúan con ellas. "Se empieza trazando una frontera y, a continuación, la gente comienza a buscar razones que justifiquen la implantación de esa línea fronteriza".

Hoy, sin embargo, nos encontraríamos ante una situación que hace imposible el sostenimiento de un mundo fragmentado en unidades culturales enfrentadas, en unidades culturales cuya relación es únicamente la sospecha mutua o la desconfianza, el miedo o el odio. El mundo en el que vivimos es el de la sociedad global. Un mundo en el que las amenazas y los riesgos tienen dimensión planetaria. Y en que las soluciones han de tener por necesidad, si no por opción, esa misma dimensión. 

Pero quizá algo va mal, en el programa cuando la esperanza entre en juego; o cuando, frente a un multidimensional problema, la esperanza se apunta como (única) solución y Dios como única garantía. En una interesante entrevista que cierra el libro, afirma Zygmunt Bauman: "Si perdemos la esperanza será el fin, pero Dios nos libre de perder la esperanza". 

Parece que en el atribulado mundo que nos ha tocado en el sorteo en estos comienzos de milenio, hay diagnósticos enervantes. Tanto la investigación científica como la opinión pública constatan la magnitud de las fracturas, o la severa faz de rechazos perentorios, exclusiones multidireccionales y confrontaciones crecientes. Animosamente, tanto la investigación como cierta opinión auguran sentido: ¡un esfuerzo más! Y dicen que hay esperanza.

Importante aunque problemático es que, en ambos casos, se proyecte, confiada o desiderativamente, sentido. Importante en grado sumo que se procese en el lenguaje de la esperanza: que no es tanto una categoría cognitiva como, en el extremo (o en uno de sus extremos), una virtud teologal, o el residuo ambiguo del cántaro de Pandora. Y que, en estos momentos, colisiona con otros programas, no menos teologales, en los que se afirma una dirección que acaso carezca de sentido: la de la fragmentación obsesiva, la de los plurales rechazos, la de la devociones fanáticas. Programas supervivientes, acaso supersticiones, que dan al traste con ya viejas esperanzas... frustradas. 

Valga una, acaso paradigmática: es una confesión con cierto tono crepuscular, Jean-Pierre Vernant, una de las grandes figuras de la investigación y de las letras francesas, declaraba que el comienzo de sus estudios estuvo animado por la convicción de que la religión y el nacionalismo, garantías en su momento de cohesión y conciencia colectiva, tendían a desaparecer inexorablemente. Ilustrado y progresista (quizá lo uno por lo otro), Vernant esperaba ese doble desvanecimiento más como una buena nueva que como una lamentable pérdida. Al final de sus días comentaba que, buena o mala, la nueva no se había producido y que lo equivocado había sido el diagnóstico: que acaso contenía más convicción ideológica que relevancia científica. 

Dejamos al margen, para abordarla por separado, la cuestión del nacionalismo. Por lo que a la religión refiere, la sentencia viene de lejos. La palabra secularización se instaló desde hace ya mucho tiempo en el vocabulario histórico, filosófico y sociológico. Y pronto se popularizó. Para dar a entender, a caso de manera precipitada, que la modernización y las condiciones sociales y culturales creadas por ella son incompatibles con las viejas devociones, que respondían más bien a condiciones tradicionales. Religión sería, ya desde el siglo ilustrado, casi sinónimo de ignorancia y de superstición, de infancia o adolescencia mental y dependencia moral: características todas ellas que tendrían que ser superadas por la acción combinada de la educación, la política, la ciencia y la industria.

Desde aquellos tiempos, ya lejanos, todas las teorías que han intentado explicar la sociedad moderna han dedicado un capítulo a subrayar el impulso secularizador. Eso sí, variando acentos y modificando perspectivas ante la evidencia, palmaria, de que secularización no significa mera desaparición del factor religioso en condiciones modernas o ya posmodernas. Pues, como estamos viendo, lo que la  evidencia indica es que el factor religioso no solo persiste en la compleja sociedad global, sino que es capaz de diversificar sus formas, o de adoptar otras nuevas sin perder las tradicionales; o de adaptarse a las necesidades, asimismo cambiantes, del habitante del tercer milenio.

La persistencia de los viejos cultos y la invención de otros nuevos, la importancia de espiritualidades o los sincretismos de toda índole son rasgos que dibujan una cara, la cara amable, de ese fenómeno, el de la insistencia de lo sagrado, para muchos inexplicable. La otra cara, o el rostro siniestro, torvo, del mismo fenómeno, se muestra en el incremento de los fundamentalismos, en los conflictos a muerte que tienen en la religión su causa o excusa. Y, no en último lugar, en la pretensión de las confesiones religiosas —unas y otras— de determinar, o meramente condicionar, la vida pública acogiéndose a una(s) verdad(es) que desde otros ámbitos se niega(n) o al menos se discute(n): pretensión que en ocasiones recibe el premio del éxito.

Hay, ciertamente, problemas múltiples que proceden de la autopercepción de las diversas religiones: por cuanto cada una de ellas (o algunas de ellas) tienden a considerarse como única verdad revelada, como único camino de salvación. Lo que se convierte en excelente credencial para la imposición. Quizá —es una sospecha—, de hecho, el problema, o uno de ellos, consista en que la religión ni ha desaparecido ni se ha privatizado, sino que ha saltado a la plaza pública en una forma no prevista.

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