Heinz Bude (La sociedad del miedo)

Mucho antes del período de cambios sociales causados por la creciente importancia de los mercados de crédito y de capital, y bajo la impresión de una interminable espera de cambios sociales en la Alemania de los ochenta, los economistas Goy Kirsch y Klaus Mackscheidt desarrollaron una tipología de la dirección política efectiva. Distinguían entre el demagogo, el estadista o —como hay que añadir hoy— la estadista y quien desempeña el cargo público. La tipología trabaja con motivos clásicos: el demagogo intensifica el miedo de la gente y pone a a sus pies un chivo expiatorio al que se le echa la culpa de toda la miseria; quien desempeña el cargo público anestesia el miedo ofreciendo una imagen de la realidad social a la que le faltan todos los componentes intranquilizantes y amenazadores; y el estadista muestra dónde tiene el miedo un fundamento en la realidad y cómo, no obstante, uno puede manejar sus miedos sin condenarlo todo. 

Uno piensa enseguida en los agitadores populistas que advierten sobre la extinción del pueblo o sobre el pacto de deuda del euro. Por eso uno pone sus esperanzas en el gran discurso de un estadista o de una estadista que llame por su nombre a los límites y los defectos del capitalismo. Pero por el momento uno busca refugio en quien desempeña el cargo público, que solventa competente y consecuentemente los problemas objetivos que se presentan día a día. 

Pero lo verdaderamente instructivo del libro de Kirsch y de Mackscheidt consiste en la rectificación de una comprensión de la política que parece obvia pero que no atina con el asunto. Enseguida se supone que la política sirve para resolver problemas comunes que, aunque afectan a cada uno, sin embargo rebasan la capacidad de los individuos aislados para resolver problemas Siempre que en épocas de crisis se escucha el clamor que demandan expertos que entiendan algo de economía o de administración, se está recurriendo a esta comprensión de la política como tablero donde se negocian las estrategias para resolver los problemas de relevancia colectiva.  Pero el hecho de que en las campañas electorales los adeptos, la entrega al partido, la indignación, la envidia, la antipatía y el entusiasmo importan más que el análisis objetivo de las diversas ofertas con acento ideológico para solucionar los problemas, tiene que parecer entonces un síntoma lamentable de los rituales de movilización de masas. Cuando la política enardece tanto a la gente que esta llega a crisparse, entonces, según esta manera de comprenderla, la política ya no tiene nada que ver con la discusión necesaria sobre la mejor vía para proveer y distribuir los recursos, sino que degenera en sensiblería y en un teatro de las pasiones.

Para Kirsch y Mackscheidt, esta popular manera de denunciar la labor política como política de la apariencia, que en lugar de argumentos opera con sentimientos, se basa en un concepto de la política que ha quedado reducido a la mitad. Después de todo, el tema de la discusión política no es si el tipo impositivo máximo es el 47,5% o quizá el 49,5%, si la pensión para madres se paga a mujeres que han tenido sus hijos antes de 1992 o —digamos— antes de 1989, o si el impuesto de las transacciones financieras grava con el 0,05% o con el 0,03% todas las transacciones financieras, sino si la tasa de impuesto para ricos y para los superricos aumenta de forma perceptible, si a las madres que tienen que dejar su trabajo por falta de guarderías y de escuelas de jornada completa se les reconoce la excelencia laboral en forma de una renta o si hay una disposición política a controlar el arriesgado comercio a corto plazo en los mercados financieros.  No es una lucha para mejorar el abastecimiento de bienes a las ciudadanas y los ciudadanos, sino una lucha por el reconocimiento de derechos sociales a grupos y por el establecimiento de unos límites sociales en el conjunto de la sociedad.

[...] El demagogo y la demagoga dicen: «¡Yo soy uno de vosotros! ¡Conozco vuestra situación y siento lo mismo que vosotros! ¡Y yo os digo: ¡se nos traiciona y se nos vende!». El discurso demagógico convierte el miedo en fundamento de una política de la selección social.  Hay una clase dominante que pone a salvo sus intereses, marginando a partes esenciales de la sociedad. A estas fuerzas reprimidas y marginadas se las convoca como testigos de un desorden de la sociedad entera que, con sus deseos e impulsos, con sus necesidades y objetivos, con sus fantasías y figuraciones, representa aquello que la opinión dominante ignora y combate.

Por lo tanto, una política demagógica eleva el miedo a criterio para discernir entre la verdad y la mentira. Quien tiene miedo tiene el derecho de su parte, porque lo único que busca el parloteo dominante es engañarnos fingiendo que la situación se puede controlar mediante discusiones interminables y acuerdos. De modo muy similar al psicoanálisis, en discurso demagógico construye una esfera de lo retenido latentemente, que guarda oposición con una esfera de lo negociado manifiestamente. Por eso, la demagogia puede presentarse como representante de las «absurdas denegaciones y renuncias» que promete la liberación del miedo, el cual es en realidad eso bajo lo que todo sufren. La demagogia puede expresar sin inhibiciones ni restricciones lo que nos conmueve a todos no porque sea superior a nosotros, sino porque anímicamente es tan afín a nosotros. 

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